El primer indicio fue la tibieza de las sábanas a su lado.
Céline se desperezó con lentitud, el cuerpo aún perezoso, la mente alerta demasiado pronto. Giró levemente el rostro y vio la otra mitad de la cama desordenada, las marcas de una presencia que no recordaba haber sentido.
Durmió aquí.
No sabía cómo sentirse con eso. No sabía si le molestaba o la aliviaba. Solo sabía que, al menos por unas horas, no había estado sola.
Se sentó al borde del colchón y se frotó el rostro. El reloj marcaba las 7:10. Los niños ya estarían despiertos. Había que comenzar el día.
Se duchó en silencio. Se vistió con su habitual precisión: pantalón entallado, blusa de seda esmeralda, cabello recogido con elegancia firme. Frente al espejo, ajustó el reloj de pulsera con movimientos mecánicos. Cada hebilla, cada botón, era una forma de no pensar.
Cuando bajó a la cocina, encontró a Yvania con los labios manchados de mermelada y a Elian leyendo en la tablet mientras tomaba jugo. Ambos levantaron