Kilian cerró la puerta del baño sin hacer ruido.
Se apoyó un momento contra la madera, desnudo, con los músculos aún tensos, como si el deseo interrumpido no supiera todavía que ya no tenía permiso. La humedad de su piel no era solo sudor. Era impotencia. Era rabia. Era vergüenza.
Abrió el grifo y dejó correr el agua caliente. Entró bajo el chorro con los ojos cerrados. El vapor le nubló la vista, pero no los pensamientos.
¿Qué me pasa?
Apoyó ambas manos en la pared de mármol. Golpeó con el puño cerrado. Una vez. Solo una.
¿Desde cuándo tengo que rogar por tocarla? ¿Desde cuándo lo que sentíamos se volvió esto…?
Céline. Siempre había sido el faro. El fuego. El norte. ¿Y ahora? Ahora lo rechazaba con una calma que dolía más que cualquier grito. Ni enojo. Ni drama. Solo ese “no así” que le perforaba el pecho más que cualquier ofensa.
Recordó su mirada segundos antes de apartarse. El deseo estaba, lo sintió. Pero también estaba la distancia. El límite.
Y lo peor era que