La abstinencia había sido brutal.
Los primeros días lo dejaron temblando, con migrañas punzantes, insomnio y un vacío tan cruel que ni el mar, ni el viento salino, ni siquiera su barco lograban calmarlo. Kilian —o mejor dicho, Sebastián— se convirtió en una sombra aún más pálida de lo que ya era. Una figura que transitaba sin dirección, aferrado a una rutina que no lo sostenía.
Pero Alina no se inmutó. Sabía lo que hacía. Había tratado casos peores, leído suficientes manuales clínicos y estudiado los síntomas lo suficiente como para anticiparse a cada recaída. Y más allá del control, le importaba que él no se destruyera. Porque un Kilian funcional era útil. Y un Sebastián devastado… solo era un cadáver con buen rostro.
Durante tres semanas enteras no hubo vino, ni vodka, ni siquiera una cerveza ligera. Solo infusiones, vitaminas, duchas frías y noches de insomnio que Alina atendía con caricias calculadas y presencia constante. Se volvió su enfermera, su ancla, su regulador emocion