El jardín florecía con una exuberancia desbordante: lavandas agitadas por el viento, madreselvas trepando los muros, un perfume dulzón impregnando el aire. Pero ella no lo veía. Madeleine Blake permanecía inmóvil, ajena a los colores y aromas, como si el mundo hubiese perdido todo significado para sus ojos. Sentada en el diván del ala este, parecía más un retrato antiguo que una mujer viva. Clarisse y Solange se habían turnado para acompañarla desde que llegó a la mansión Valtieri y se desmayo, pero era Céline a quien realmente esperaba.
La habitación estaba en silencio cuando Céline entró. Durante un segundo creyó que Madeleine seguía dormida o ausente, pero cuando la vio, la mujer alzó la mirada. Sus ojos estaban secos, pero vacíos, como si el alma hubiese abandonado su cuerpo sin permiso.
—Lo viste con tus propios ojos —dijo sin rodeos, con la voz aún cargada de una incredulidad contenida—. Aún me cuesta creerlo… así que dime… ¿es verdad? ¿Está vivo?
Céline asintió con lentitud.