Había pasado una semana y pico desde el concierto promocional. Desde aquella noche en que “Lo que no dijimos” dejó de ser solo una canción, y “Sin mapa” se convirtió en algo compartido. Desde entonces, algo había cambiado entre Dylan y Nina. No de forma dramática. No con confesiones. Pero sí en los gestos, en los silencios, en la forma en que se miraban cuando no sabían qué escribir.
El estudio estaba en calma. Era mediodía, y la luz entraba por las ventanas con esa tibieza que no molesta. Dylan estaba sentado en el sillón, guitarra en mano, probando acordes sin rumbo. Nina estaba frente al teclado, con una libreta abierta y un lápiz que giraba entre sus dedos.
—¿Eso que estás tocando tiene nombre? —preguntó ella, sin levantar la vista.
—No. Pero suena como algo que se perdió en una carretera —respondió Dylan.
—Entonces ya tiene título.
Él sonrió. Ella también. Era la primera vez en días que se reían sin pensarlo.
Desde el concierto, habían vuelto al estudio tres veces. Las dos primer