Axel apenas pudo sostenerse en pie cuando dos agentes de seguridad lo escoltaron fuera de la habitación. Sus pasos eran lentos, pesados, como si el peso del mundo se hubiera posado sobre sus hombros. El bebé en brazos de Freya, la mirada llena de amor y miedo de ella, quedaban atrás, pero grabados en su memoria con una intensidad que ningún dolor podría borrar.
El pasillo del hospital se extendía ante él, frío y desolado. Las luces fluorescentes parpadeaban débilmente, y el eco de sus propios pasos se mezclaba con murmullos lejanos. Cada movimiento le recordaba la fragilidad de su situación. No era solo su cuerpo el que estaba herido; su alma estaba desgarrada por la incertidumbre y la culpa.
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Pasaron tres largas semanas en las que Axel tuvo que permanecer atado a aquella camilla. Las únicas visitas que recibía eran las enfermeras y los doctores que lo atendían. El aislamiento, la falta de noticias y el temor constante a lo que ocurría fuera de esas paredes hacía