Federico se volvió un obsesivo.
Aunque ya no se presentaba directamente ante mí, en cada lugar adonde iba, él me seguía.
Suspiré.
Sabía que, si seguía así, no tendría paz.
Por eso decidí volver antes de tiempo a casa.
Durante el trayecto, evité cruzarme con él y, al final, llegué a mi nueva residencia en Suiza. Ya tenía una nueva dirección y un nuevo número de celular, pero aún así Federico me encontró.
Él se plantó en mi puerta, demacrado.
Cuando me vio, los ojos le brillaron con alegría.
—Camila, por fin aceptaste verme —dijo—. Te estuve buscando todo este tiempo.
Lo miré, pero no respondí.
—Camila, sé que me equivoqué. Dame otra oportunidad —suplicó—. Los niños no pueden crecer sin papá. ¿Quieres que nazcan sin tener uno?
Acaricié mi vientre ya abultado y respondí firmemente:
—Aunque no estés, yo puedo criarlos sola. Cuando crezcan, jamás aceptarán a un padre que fue infiel.
Federico se puso pálido. Me miró triste. Sus ojos me rogaban.
—Camila, ¿me odias tanto? —preguntó con la voz