Marcela.
El aroma de la comida recién hecha flotaba en la cabaña, cálido y envolvente, llenando el espacio con una sensación reconfortante que, a estas alturas, ya me resultaba familiar.
Se había convertido en una rutina para mí, y me encantaba…
Me encontraba sentada en el comedor, observando a Oliver moverse con soltura por la cocina. Cada movimiento suyo era preciso, como si fuera parte de su esencia. Lo había visto hacer eso tantas veces que ya me acostumbré a su presencia.
Aunque…
—¿Por qué sigues haciéndolo? —pregunté finalmente, con la cabeza apoyada en una mano—. Ya me siento mejor.
Necesitaba saber su respuesta. ¿Por qué me seguía cocinando todos los días? ¿Fue porque dije que su comida era la mejor que había probado en mi vida?
Oliver, sin detenerse, soltó una risa baja y continuó picando las verduras.
—Por gusto —respondió con naturalidad.
Levanté una ceja.
Definitivamente, esa era la respuesta que menos esperaba. Ya yo sospechaba de que él estaba enamorado de mí, pero