Luther.
Había pasado un mes.
Treinta días sin sombras persiguiéndome. Treinta días sin Malzahar susurrándome al oído como un parásito disfrazado de aliado. Desde que rompí aquel pacto infernal, sentía que algo dentro de mí se había acomodado. Como si los huesos mismos de mi alma, antes fracturados y fuera de lugar, por fin hubiesen encajado.
Por primera vez en décadas, todo marchaba bien en mi vida y no pensaba arruinarlo.
Mis pasos por el territorio ya no eran recibidos con miradas agachadas ni temblores reprimidos. Yo lo había notado: en los ojos de mi manada, en el tono con el que me saludaban, e incluso en la forma en que ya no apretaban los puños por miedo cuando me dirigía a ellos.
Había aprendido a contener la furia. A dejar el castigo como último recurso, no como reflejo automático. Y extrañamente… no lo sentía como debilidad. Lo sentía como poder verdadero.
Me había convertido en el líder que todos querían que fuera. Uno que escuchaba a su pueblo y no los torturaba por hace