Kael.
Amanecía.
El cielo apenas comenzaba a pintar tonos rosados sobre los pinos, y la cabaña estaba sumida en un silencio que podría haberse confundido con paz… si no fuera por dos detalles cruciales:
Uno: Sienna y Kenzo lloraban. A dúo. Sin piedad.
Dos: El olor.
—No… por la diosa, no —murmuré, incorporándome lentamente desde el sofá con la expresión de quien acaba de recibir un castigo divino.
Me acerqué a la cuna. Confirmado. La sincronización era perfecta: ambos estaban despiertos, ambos chillaban, y ambos… en pleno desastre aromático.
Sienna me miró con ojos acusadores. Kenzo chillaba con la intensidad de quien exige soluciones inmediatas.
Celeste dormía en la cama, boca abajo, envuelta en una manta como un burrito celestial. Ni una pestaña se movía. El caos a su alrededor podía rivalizar con una invasión de jabalíes, pero ella no daba señales de despertar.
Me acerqué a los mellizos, suspirando.
—¿Decidieron conspirar hoy, eh? Primera luna después de la ceremonia y se me rebela