Celeste.

La luna nueva había pasado. Los mellizos ya llevaban una semana entre nosotros. Y como dictaba la tradición de la manada, era momento de presentarlos oficialmente ante todos. No era solo una ceremonia. Era un rito. Una bienvenida. Una declaración al mundo de que estas dos pequeñas vidas ahora pertenecían a algo más grande.

La cabaña se convirtió en un taller improvisado. Nolan y Damián decoraban sin control alguno. Había guirnaldas de flores silvestres, hojas colgadas en forma de espiral, un arco hecho de ramas sobre el que Serena había colgado cuarzos. Nuria les gritaba que no usaran tanto musgo, que eso parecía una cueva húmeda más que una celebración.

—¡Es simbólico! —exclamaba Damián, con un helecho en la cabeza—. ¡Representa el vínculo con la tierra!

—¡Tú pareces un jardín con ansiedad! —respondió Nuria, arrancándole el helecho y lanzándolo por la ventana.

Yo me reía desde la cuna. Sienna dormía. Kenzo no. Él estaba aferrado a mi dedo como si fuera el único ancla en un