Venganza de una Reina
Venganza de una Reina
Por: S. Jung
La intrusa

El salón estaba repleto de elegancia y lujo. Las enormes lámparas de cristal brillaban como constelaciones suspendidas en el aire, derramando una luz dorada sobre la élite de la ciudad que reía y brindaba con copas de champán burbujeante. El tintineo de las risas falsas se mezclaba con la música de la orquesta en vivo, creando una sinfonía de opulencia. Era la gala anual de la Fundación Duarte, un evento diseñado no solo para recaudar fondos, sino para ostentar el poder y la generosidad de una de las familias más influyentes del país.

Para Eva Montenegro, sin embargo, era mucho más que una simple gala; era la culminación de años de trabajo silencioso, la oportunidad que había estado esperando para demostrar que, a pesar de sus humildes orígenes, merecía estar en ese lugar. No por nacimiento, como la mayoría de los asistentes, sino por mérito propio.

"Respira profundo. No dejes que vean tu nerviosismo", se dijo a sí misma mientras se ajustaba el vestido negro que había comprado con seis meses de ahorros y modificado ella misma para que pareciera de diseñador. El corte le favorecía, abrazando su figura esbelta con la justa elegancia para no parecer ostentoso ni tampoco inferior al resto. Su cabello oscuro, recogido en un moño elegante con algunos mechones sueltos que enmarcaban estratégicamente su rostro, resaltaba unos ojos color ámbar que observaban todo con aguda inteligencia.

Había trabajado semanas enteras en el informe que presentaría esa noche, sacrificando horas de sueño y cualquier vestigio de vida social. Una propuesta innovadora para modernizar el programa de becas de la fundación, algo que cambiaría la vida de cientos de jóvenes como ella, aquellos que soñaban con algo más allá de las limitaciones que el destino les había impuesto.

Eva tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba y dio un pequeño sorbo, intentando parecer despreocupada mientras estudiaba el salón. La gente se movía en grupos exclusivos, como manadas que reconocían a los suyos por instinto. Nadie parecía notarla, y eso era exactamente lo que quería. Al menos hasta encontrar a la persona que buscaba.

A lo lejos, entre un grupo de empresarios que reían con demasiado entusiasmo, Eva divisó a Santiago Duarte, el heredero al frente de la fundación y la razón de su presencia esa noche. Su porte era impecable, con un traje azul oscuro hecho a medida que destacaba sus hombros anchos, su cabello rubio perfectamente peinado y esa sonrisa de comercial de pasta dentífrica que Eva sabía era tan falsa como los cumplidos que repartía. Santiago era conocido por su carisma arrollador, su arrogancia desmedida y su capacidad para conseguir lo que deseaba, fuera dinero, apoyo o mujeres.

Eva apretó con más fuerza la carpeta que contenía su propuesta. Las palmas de sus manos comenzaban a sudar, pero no podía permitirse mostrar debilidad. No ahora. No después de todo lo que había sacrificado para llegar hasta allí.

Deidida, se dirigió hacia Santiago con pasos firmes, aunque por dentro sentía que sus piernas podrían fallarle en cualquier momento. El murmullo de las conversaciones a su alrededor parecía amplificarse, como si todos estuvieran hablando de ella, juzgándola, esperando su fracaso.

Santiago terminó de conversar con un grupo de empresarios y se quedó momentáneamente solo, revisando su teléfono con expresión aburrida. Era su oportunidad. Eva se acercó, manteniendo la postura erguida y la mirada decidida.

—Señor Duarte —dijo con voz clara y profesional—. Soy Eva Montenegro.

Santiago levantó la mirada de su teléfono y sus ojos azules se clavaron en ella con un destello de interés que recorrió su figura de arriba abajo, deteniéndose un segundo de más en el escote modesto de su vestido antes de volver a su rostro.

—Montenegro... —repitió, con una sonrisa que pretendía ser encantadora pero que a Eva le pareció la de un depredador—. No recuerdo haberte visto antes, y créeme, recordaría un rostro como el tuyo.

Eva ignoró el comentario y el tono insinuante. No estaba ahí para ser otra conquista de Santiago Duarte.

—Trabajo como analista en la división de proyectos educativos —explicó, extendiendo la carpeta hacia él con una mano que se esforzó por mantener firme—. He desarrollado una propuesta que creo podría revolucionar el alcance de las becas de la fundación. Solo necesitaría unos minutos de su tiempo para explicárselo.

Santiago tomó la carpeta, pero no la abrió. En cambio, la sostuvo con descuido entre sus dedos mientras la miraba de arriba abajo nuevamente. Sus ojos recorrieron su vestido, deteniéndose en cada curva, y finalmente se posaron en sus zapatos, que aunque elegantes, delataban su falta de familiaridad con el lujo.

—Montenegro... —dijo lentamente, como saboreando el apellido—. No es un apellido que reconozca. ¿De qué familia vienes?

La pregunta era deliberada, diseñada para establecer jerarquías, para recordarle que, en este mundo, su apellido no significaba nada.

—Vengo de una familia trabajadora, señor Duarte —respondió Eva sin apartar la mirada—. Mi padre fue mecánico y mi madre enfermera. Estoy aquí por mérito propio.

Santiago soltó una risa seca que sonó como papel arrugándose.

—Ah, una historia de superación. Qué conmovedor —dijo con un tono que dejaba claro que no le conmovía en absoluto—. Y ahora quieres cambiar el mundo con... ¿papeles?

Golpeó ligeramente la carpeta con su dedo índice, sin dignarse a abrirla.

—Quiero mejorar nuestro programa de becas, señor Duarte —insistió Eva, luchando por mantener su tono profesional a pesar de la creciente irritación—. Con esta propuesta podríamos triplicar el impacto sin aumentar significativamente el presupuesto. He hecho un análisis detallado de...

—Mira, Montenegro —la interrumpió Santiago, devolviendo la carpeta sin siquiera mirarla—. Aprecio tu entusiasmo, pero aquí manejamos proyectos importantes. La fundación no puede arriesgarse con propuestas... poco realistas. Quizá deberías centrarte en algo más acorde a tus habilidades.

Eva sintió cómo las palabras la atravesaban como cuchillas. No era solo una negación, era un recordatorio de todo lo que el mundo esperaba de alguien como ella: aceptar su lugar y no aspirar a más.

—¿Podría al menos revisar la propuesta? —intentó una última vez, sin poder evitar que su voz traicionara un poco de su frustración—. He trabajado en esto durante meses, y los números...

—Los números no mienten, lo sé —completó Santiago con condescendencia—. Pero tampoco entienden de cómo funciona el mundo real, pequeña. La fundación tiene un sistema que ha funcionado durante décadas. No necesitamos que una... recién llegada nos diga cómo mejorar lo que ya está perfecto.

Y con esas palabras, le devolvió la carpeta y se alejó, saludando efusivamente a un hombre mayor que pasaba cerca como si Eva nunca hubiera existido.

Eva apretó la carpeta contra su pecho. La humillación ardía como ácido en su garganta, amenazando con convertirse en lágrimas. No podía permitir que la vieran quebrarse, no allí, no frente a ellos. Dio un paso atrás, buscando un rincón donde pudiera recuperar el aliento.

De repente, su espalda chocó contra algo sólido. O más bien, alguien.

—Disculpe —murmuró, girándose rápidamente.

—¿Estás bien?

Eva levantó la vista y se encontró con un par de ojos oscuros que la observaban con genuina preocupación. Alejandro Duarte, el hermano mayor de Santiago y CEO de la multinacional familiar, estaba frente a ella. Su presencia era imponente, irradiando una mezcla de autoridad y calma que contrastaba con la arrogancia de su hermano. Vestía un traje negro impecable, pero lo que más llamó la atención de Eva fue la sinceridad en su mirada.

—Estoy bien, gracias —respondió Eva rápidamente, intentando recomponerse y disimular el temblor en su voz.

Alejandro no parecía convencido. Su mirada se deslizó hacia la carpeta que ahora ella aferraba como un escudo.

—¿Es para la fundación? —preguntó, señalando la carpeta con un gesto de su mano, donde un discreto reloj de platino brillaba bajo las luces del salón.

Eva asintió, dudando un momento antes de hablar.

—Es un proyecto para ampliar el programa de becas —admitió finalmente—. Pero creo que no encaja con las prioridades de la fundación... según su hermano.

La expresión de Alejandro se endureció por un instante, un pequeño músculo en su mandíbula se tensó, pero rápidamente volvió a su tono neutral. Eva no pudo evitar notar la diferencia entre los hermanos. Donde Santiago era todo sonrisas falsas y encanto superficial, Alejandro parecía genuino incluso en su seriedad.

—¿Puedo verlo? —preguntó, extendiendo la mano.

Eva vaciló. Había sido rechazada una vez, y la idea de exponerse de nuevo la llenaba de inseguridad. Pero algo en Alejandro le transmitía confianza, una sensación de que él realmente veía a las personas más allá de sus apellidos o el precio de sus zapatos.

Le entregó la carpeta.

Alejandro la abrió y comenzó a leer, sus ojos recorriendo las páginas con rapidez pero atención. Mientras él lo hacía, Eva notó la diferencia en su actitud. No era una simple cortesía; Alejandro estaba realmente interesado en lo que ella había escrito.

—Esto es bueno —dijo finalmente, cerrando la carpeta—. Muy bueno, de hecho. Los análisis son sólidos, las proyecciones realistas. ¿Por qué Santiago lo rechazó?

Eva soltó una risa amarga.

—Supongo que no soy lo suficientemente importante para que mi trabajo merezca su tiempo —respondió, y luego, arrepintiéndose de su franqueza, añadió—: O quizás simplemente tiene otras prioridades para la fundación.

Alejandro la miró durante unos segundos, como evaluando algo más allá de sus palabras. Finalmente, asintió.

—Ven a mi oficina mañana por la tarde —dijo, devolviéndole la carpeta—. Me gustaría discutir esto con más detalle. Pregunta por mí en recepción a las cuatro.

Antes de que Eva pudiera responder, Alejandro se alejó, saludando a otros invitados con un gesto educado pero sin la efusividad artificial de su hermano. Por un momento, Eva se quedó inmóvil, procesando lo que acababa de suceder. ¿Era posible que Alejandro Duarte, el CEO de una de las empresas más importantes del país, realmente valorara su trabajo? ¿O simplemente estaba jugando con ella, ofreciéndole una esperanza que después aplastaría con la misma indiferencia que su hermano?

—Veo que conociste a Alejandro —dijo una voz a su espalda—. Interesante.

Eva se giró para encontrarse con una mujer, que ahora la miraba con renovado interés.

—¿Lo conoce bien? —preguntó Eva, incapaz de contener su curiosidad.

Ella dio un pequeño sorbo a su copa de champán antes de responder.

—Lo suficiente para saber que nunca hace promesas que no piensa cumplir —dijo—. A diferencia de su hermano. Si Alejandro Duarte te dio una cita, es porque realmente quiere escuchar lo que tienes que decir.

Eva asintió, sin saber si debía sentirse aliviada o más nerviosa aún. La mujer pareció leer sus pensamientos.

—No te dejes intimidar, querida. Los hombres como Alejandro respetan a quienes defienden sus ideas con convicción —añadió, y luego, bajando la voz—: Y si tienes la mitad del talento que creo que tienes, le impresionarás tanto como para poner a Santiago en su lugar. Eso valdría la pena verlo.

Con una sonrisa enigmática, la mujer se alejó, dejando a Eva con más preguntas que respuestas.

Cuando Eva salió de la gala esa noche, con la brisa fría de la ciudad acariciando su rostro enrojecido, se detuvo un momento en las escaleras de mármol que descendían hacia la calle. Desde allí podía ver las luces de la ciudad extendiéndose como un tapiz de estrellas terrenales, tan cerca y a la vez tan lejos de su pequeño apartamento en San Cristóbal.

El rechazo de Santiago ardía como una herida fresca, pero la oportunidad que Alejandro le había ofrecido brillaba como una posibilidad que no podía ignorar. Sea cual fuera su intención, Eva la aprovecharía.

Apretó la carpeta contra su pecho y hizo una promesa silenciosa. Si Alejandro Duarte le daba una oportunidad, no la desaprovecharía. Y si tenía que enfrentarse a Santiago nuevamente, lo haría con más fuerza y determinación que antes.

Esa noche, mientras el frío de la ciudad se colaba bajo su vestido de gala y el eco de las risas de los privilegiados aún resonaba en sus oídos, Eva Montenegro entendió que había cruzado un umbral del que no había vuelta atrás. No sabía aún cómo, pero su venganza contra todo lo que Santiago Duarte representaba acababa de comenzar.

Y no se detendría hasta conseguirla.

 

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