Al salir al pasillo, las luces del hospital parpadeaban de manera tenue, y Eva sintió que el aire se volvía más pesado. La angustia por Gabriel y el dolor por la pérdida de Francisca la abrumaban, y sabía que debía ser fuerte.
Eva respiró hondo antes de abrir la puerta de la habitación del hospital. El aire estaba impregnado de un olor a desinfectante, y un silencio inquietante la envolvía. Al entrar, su corazón se detuvo por un instante al ver a Penélope acostada en la cama, pálida como la luna, con un hematoma oscuro que contrastaba con lo blanco de su piel. La imagen era desgarradora, y un nudo se formó en su garganta.
Penélope levantó la vista y, a pesar de su estado, le sonrió débilmente.
— Lo siento por irme sin avisar — dijo, su voz un susurro, pero lleno de sinceridad.
Eva sintió cómo las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos. Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, como si pudiera transferirle toda su energía.
— Cuando me dijeron que estabas hospitalizada, me