87. Ese maldito brujo...
Damián yacía inerte en la estrecha camilla improvisada, su cuerpo habitualmente fuerte y vital ahora parecía haber sido reducido a una sombra demacrada. La piel de su rostro, antes bronceada por el sol y marcada por sonrisas y alguna cicatriz de batalla, ahora era un lienzo ceniciento tensado sobre unos huesos que parecían haberse afilado de repente, resaltando la estructura de su mandíbula y pómulos de una manera inquietante. Las vetas violáceas, gruesas y oscuras, eran como enredaderas venenosas estrangulando su cuello y brazos, avanzando implacablemente hacia el corazón, tiñendo su piel con un patrón de muerte inminente. Se agitaba con espasmos breves y débiles, la respiración un hilo cada vez más fino, un estertor áspero que llenaba la estancia con una angustia palpable.
Ella permanecía junto a él aferrándose a su mano con la esperanza de que su calor pudiera sostenerlo en este mundo. Sus ojos, secos y ardientes, se negaban a llorar. Llorar significaba rendirse, aceptar lo que su