122. Fin.
Con los últimos temblores recorriendo sus cuerpos, Damián se desplomó sobre Isolde, pesado pero amoroso, su respiración agitada contra su oído. La habitación, antes llena de gemidos y la tensión del placer, ahora respiraba una paz profunda, solo rota por sus respiraciones entrecortadas.
Él besó su hombro, luego su cuello, y finalmente su boca, un beso suave, sin la urgencia de antes, lleno de ternura y gratitud.
— Mi Luna —susurró Damián, su voz aún ronca, pero impregnada de una suavidad que derretía el alma—. Te amo.
Isolde lo abrazó con fuerza, sus brazos rodeando su espalda, sintiendo la familiaridad de su peso, la calidez de su piel. Se acurrucó contra él, la cabeza en su pecho, escuchando el latido fuerte y constante de su corazón, su ritmo vital.
— Y yo a ti, mi alfa —respondió ella, su voz apenas un hilo, pero llena de una emoción que desbordaba. — Más de lo que las palabras pueden decir.
Damián le acarició el cabello, moviendo la mano desde su cuero cabelludo hasta la base de