119. El legado de la manada.

El primer sol de la mañana se filtró entre las ramas, bañando el campamento en tonos dorados. Las chozas respiraban luz, y el aire, cargado de rocío y esperanza, olía a tierra húmeda y renacer. Las sombras de la noche se habían retirado sin lucha, como si supieran que ya no tenían lugar allí.

Damián sostenía a su hija contra el pecho, envuelta en una manta bordada por manos que ya solo tejían para la vida. La calidez diminuta de su cuerpo se le anclaba al alma. Isolde estaba sentada junto a él y apoyaba la cabeza en su hombro.

Una brisa suave le acarició el rostro y, con ella, la certeza de que algo oscuro se había marchado para siempre. No quedaba rastro de la presencia corrosiva de Alexander. Solo un leve eco, como el recuerdo de un mal sueño que se disuelve al abrir los ojos.

— No puedo creer que esté aquí, contigo — susurró Damián, y su voz se quebró levemente mientras rozaba con el pulgar la mejilla suave de la niña — Nuestra pequeña estrella oscura...

Isolde lo miró, y sonrió en
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