70. Mi esposa, mi mujer, mi luna.
El aire en la habitación se había vuelto denso, cargado de una tensión palpable que vibraba entre ellos como una cuerda de arpa a punto de romperse. Las palabras de Damián, ese gruñido grave y posesivo, resonaron en el silencio previo al contacto, hiriendo como un arañazo en la piel sensible de Isolde. No había súplica en su voz, solo una certeza brutal, un reclamo ancestral que parecía emanar de lo más profundo de su ser.
Y entonces, la tomó.
No fue una caricia, ni una invitación suave. Fue una posesión calculada, una invasión lenta y deliberada que incendió cada terminación nerviosa de Isolde. Cada centímetro de su avance fue una declaración tácita, una promesa oscura tejida en la fricción de sus cuerpos. Sus ojos oscuros, intensos, no abandonaron los de ella ni por un instante. Necesitaba ser testigo de su rendición, sentir la forma en que su cuerpo se abría a él, la aceptación silenciosa que florecía a pesar del torbellino de emociones que la embargaba.
Un escalofrío recorrió la e