Finalmente, logré tranquilizarme. Con el corazón aún tambaleante, decidí entrar a la casa. Allí estaba Bastian, sentado en la sala, moviendo frenéticamente las piernas de un lado a otro, con las manos cubriendo su boca. El aire estaba cargado de tensión.
Me acerqué a él, arrodillándome para quedar a su altura. Le tomé las manos con suavidad. Alzó su rostro hacia mí. Estaba rojo, empapado de lágrimas, y reflejaba una mezcla de dolor y arrepentimiento que atravesó mi alma como un rayo.
—No pasa nada, Bastian —susurré, con voz temblorosa pero firme—. Te creo cuando me dices que me amas… porque yo siento exactamente lo mismo.
—Debí habértelo dicho antes… Perdóname —respondió, ahogado por la culpa.
Levanté mis manos y las puse en sus mejillas, húmedas por el llanto. Lo miré con una compasión que surgía desde lo más profundo de mi corazón.
—No tienes nada que disculpar —dije, tratando de transmitirle todo mi amor—. Hiciste lo que creíste necesario. Fuiste increíblemente valiente. Soy yo qu