Cuando desperté aquella mañana, sentí que algo había cambiado dentro de mí. Era como si, al entregar mi cuerpo a William, se hubiera desatado una necesidad nueva, desconocida y palpitante en lo más profundo de mi ser.
Desperté con una leve sonrisa, contemplando cómo los primeros rayos de sol acariciaban la habitación, llenándola de una calidez reconfortante. Me resultó extraño que William no estuviera allí para despertarme como siempre lo hacía. El silencio se extendía por toda la casa, un vacío peculiar que me llevó a levantarme con cierta inquietud. Me envolví en mi bata, cubriendo mi cuerpo desnudo, y salí de la habitación.
—¿Shyla? ¿Shyla? ¿Hola? —llamé, esperando escuchar alguna respuesta.
Recorrí la casa hasta llegar a la cocina, que parecía desierta. Sobre el fuego había una olla hecha de arcilla húmeda y piel de ciervo. La aparté con cuidado, pero al hacerlo, unas gotas de agua hirviendo cayeron sobre mi mano.
—¡Ah, demonios! —exclamé con dolor. Mi grito resonó por toda la cas