Kiran arribó con paso firme y decidido al lugar. Su presencia imponente hizo que todos sus hombres se detuvieran en seco. Con voz autoritaria y mirada penetrante, dio una orden específica y clara que resonó en el ambiente tenso: nadie debía disparar hasta tener a Leyla bajo su control. Una vez que la tuviera, ordenaría reducir a cenizas aquella construcción junto con cualquier alma que se encontrara dentro o en sus inmediaciones.
El ambiente estaba sumido en un silencio sepulcral que resultaba inquietante y poco natural. La experiencia de años en situaciones similares le había enseñado a Kiran que tal quietud generalmente precedía a una emboscada bien planificada. A pesar de sus instintos de supervivencia que le gritaban precaución, algo más fuerte lo empujaba hacia adelante: ese inexplicable sentimiento que Leyla despertaba en él, una fuerza que sobrepasaba su habitual cautela y lo impulsaba a adentrarse en territorio potencialmente hostil. Con la precisión de un estratega experimentado, Kiran organizó a sus hombres en diferentes equipos tácticos. Distribuyó grupos específicos para cubrir los flancos laterales de la edificación, posicionó otro contingente en la parte frontal, mientras él mantenía una posición estratégica que le permitía supervisar toda la operación desde una distancia calculada, analizando cada movimiento con ojo crítico. El sonido distintivo de las aspas del helicóptero cortando el aire nocturno lo alertó. Sin perder un segundo, se precipitó hacia su vehículo con la intención de alcanzar la elevación cercana. Sin embargo, la geografía del terreno se convirtió en un obstáculo insuperable, haciendo imposible el acceso vehicular hasta ese punto estratégico. Abandonando el auto, emprendió una carrera frenética hacia el origen de la balacera que había comenzado a resonar en el aire. Su respiración agitada se mezclaba con el eco de las detonaciones que perturbaban la noche. La rabia hervía en su interior al escuchar los disparos. Sus órdenes habían sido explícitas: nadie debía abrir fuego, y ahora esos incompetentes estaban poniendo en riesgo la vida de quien consideraba su posesión más valiosa. Su mente ya comenzaba a planear el castigo que recibiría cada uno de los responsables por tal insubordinación. La escena que presenció a continuación fue como una daga directa a su orgullo: Leyla, su esposa, aquella por quien había arriesgado tanto, se encontraba en los brazos de otro hombre, compartiendo un beso apasionado mientras el helicóptero los elevaba hacia la libertad. La furia se expandió por sus venas como veneno, nublando momentáneamente su juicio. Su primer impulso fue descargar su arma contra ambos, eliminar esa traición de raíz, pero algo lo detuvo. Leyla representaba su única debilidad, la grieta en su armadura de poder y control, y a pesar de todo, no podía permitirse perderla. —¡Maldita! —vociferó mientras disparaba inútilmente al aire, sabiendo que las balas nunca alcanzarían su objetivo. Su humillación se intensificó cuando ella, en un gesto de desafío final, le mostró su dedo medio desde las alturas—. Te juro que pagarás por esto —prometió al viento nocturno. Ya no era solo la búsqueda de una esposa fugitiva lo que lo motivaba; ahora era una cuestión de honor, de venganza por la humillación pública sufrida ante sus subordinados. Para un hombre de su posición y poder, ver a su recién desposada en brazos de otro era una afrenta que no podía quedar impune. Sus pensamientos se tornaron violentos al imaginar el castigo que le esperaba al hombre que se atrevió a profanar lo que consideraba suyo. Le arrancaría los labios que se atrevieron a tocar a su mujer y le cercenaría la lengua como advertencia para cualquier otro que osara desafiarlo. —Detengan ese helicóptero antes de que abandone Anatolia —ordenó con voz ronca a uno de sus lugartenientes—. Encuentren la manera de hacerlo aterrizar sin causar daño a mi mujer. A pesar de la traición recién sufrida, su preocupación por la seguridad de Leyla persistía, una contradicción que ni él mismo podía explicar. Realizó múltiples llamadas frenéticas; su voz, cargada de amenazas y maldiciones, resonaba mientras presionaba a sus contactos para impedir que la aeronave abandonara la isla. La respuesta que recibió lo enfureció aún más. —Lo lamentamos, pero derribar el helicóptero es la única opción para detenerlo. Si no desea eso, deberá perseguirlos hasta tierra firme, donde tendrán que aterrizar —le informaron desde el otro lado de la línea. —¡Eres un incompetente! ¡Te pago para que cumplas mis órdenes! —rugió Kiran antes de cortar la comunicación bruscamente. El interlocutor tuvo que contener su respuesta, consciente del peligro que representaba enfurecer más a ese hombre. Sin perder tiempo, dio instrucciones para que prepararan su propio helicóptero, mientras simultáneamente contactaba a sus operativos en Estambul, ordenándoles vigilar cada helipuerto y pista de aterrizaje disponible, listos para actuar en el momento preciso. Aunque desconocía la identidad del hombre que se había llevado a Leyla o las verdaderas intenciones de ella, una cosa era clara: se enfrentaba a alguien con recursos y poder comparables o superiores a los suyos. También era evidente que Leyla buscaba escapar definitivamente de su control, pero él no podía permitirlo. La necesitaba junto a él con la misma intensidad que un artista necesita su inspiración, una obsesión que lo consumía y lo impulsaba a perseguirla hasta el fin del mundo si era necesario. --- POV DE LEYLA En toda mi vida, desde que experimenté mi primer beso adolescente hasta ese preciso momento, no había probado otros labios que no fueran los de Kiran. Y joder, creía con toda convicción que eran los mejores labios de este mundo, porque cuando ese hombre besaba con intensidad, dejaba ardiendo cada minúscula parte de mi cuerpo y latiendo desbocadamente mi corazón. No obstante, aquí estaba ahora, besando a otro misterioso hombre que no conocía en absoluto, y sorprendentemente lograba despertar intensas sensaciones que solo Kiran había logrado despertar en toda mi extensa experiencia de besos. Que este hombre me besara de manera tan repentina fue una completa sorpresa, pero al mismo tiempo, una satisfacción embriagadora. Podía imaginar la cara enfurecida de Kiran al verme besar apasionadamente con alguien más en estas circunstancias; estaba segura de que hería su orgullo de macho dominante, porque, aunque se comprometió descaradamente con Aylwin ante todos, Kiran seguía creyendo que era de su propiedad absoluta e iría detrás de mí hasta tenerme nuevamente en sus garras controladoras. Pero no permitiría bajo ninguna circunstancia que lograra ejecutar sus planes. Cuando estábamos por llegar arriba en el helicóptero, él soltó delicadamente mis labios temblorosos, dejando una sensación de inevitable soledad en ellos. Respiré profundamente intentando calmarme y evité la mirada penetrante de este apuesto extraño. Miré hacia la lejana distancia, donde apenas se distinguía la silueta de Kiran, seguramente dando órdenes a sus hombres armados. Ya instalada en el helicóptero en movimiento, escuché a este misterioso desconocido hablar en italiano melodioso, un romántico idioma que desafortunadamente no conocía en absoluto, pero por su tensa expresión facial pude percibir que no estaba teniendo una conversación agradable con sus interlocutores. —Tenemos que aterrizar en cualquier lugar, lejos de la ciudad —dijo autoritariamente al piloto. Luego me miró intensamente, con una ardiente intensidad que hizo estremecer cada fibra de mi cuerpo—. Tal parece que ese hombre no te dejará marchar tan fácilmente; ha enviado a todos sus aliados a esperarnos en todos los helipuertos de Estambul. Apenas bajemos nosotros llenarán a plomo sin piedad. —Kiran nunca daría la orden de disparar contra mí —le aseguré convencida de mis palabras. —¿Estás segura de que después de lo que presenció no lo haría? —Muy segura. Estaba absolutamente segura de esa afirmación, porque cuando ese hombre me besó inesperadamente y el helicóptero nos iba elevando, Kiran tenía el perfecto alcance para dispararnos, pero no lo hizo hasta que estuvimos lejos. Y por todos esos detalles, y por otras cosas importantes que conocía de él, sabía que Kiran jamás enviaría a sus hombres a asesinarme. Si bien fue un completo miserable traicionero al pedir descaradamente la mano de Aylwin precisamente el día de nuestra boda, sabía que todavía era importante para él, y su merecido castigo por hacer lo que hizo era no volverme a tener en su jodida y miserable vida. Llegamos agotados a un lugar remoto en medio de la selva, donde había una cabaña y pasaríamos un momento ahí. El lugar solitario estaba rodeado de muchos hombres armados y vigilantes, lo que me hacía pensar que escapar sería prácticamente imposible en estas circunstancias, aunque tampoco tenía pensado hacerlo, pues este hombre era mi única oportunidad viable para abandonar Turquía. Ya fuera de aquí, podría planear mi siguiente movimiento. —Aquí hay algunos implementos básicos de aseo personal, puedes ocupar la ducha y lavarte el cuerpo —dijo cortésmente mientras me daba la espalda ancha y empezaba a soltarse los botones de su camisa blanca. —¿Realmente quieres que me bañe delante de ti? —pregunté, ya que la espaciosa ducha ni siquiera tenía una pared; estaba situada exactamente frente a la cama, solo un cristal transparente los dividía, y no había ninguna cortina que cubriera el íntimo lugar. Aquel hombre se giró lentamente. Su musculoso pecho estaba completamente descubierto. Me atraganté al verlo quitarse la camisa arrugada y quedar con la mitad del torso desnudo ante mi mirada. Tragué grueso al verlo acercarse sigilosamente. —Si realmente quieres, puedes quedarte a ver cómo me ducho, o salir de la habitación —musitó suavemente, muy cerca de mi rostro sonrojado. Mi corazón se aceleró incontrolablemente, mi agitada respiración se hizo pesada y mi cuerpo empezó a arder intensamente. M****a, sinceramente no sabía qué me estaba pasando, pero estaba deseando irracionalmente a alguien que no conocía, que ni siquiera sabía su nombre, sobre todo, que evidentemente no era mi esposo. —Esa herida —señalé mientras la voz me salió débil—, necesita curarse nuevamente. —¿Qué esperas para curarme, pequeña sultana? —tomó mi mano y la colocó en su cuerpo, no exactamente en la herida, sino en su firme pecho.