Dos días después de haber hablado con su secuaz Marcus, Anabella asistió a una de las fiestas más comentadas del momento: el banquete de bienvenida para uno de los mafiosos más influyentes de Boston, que había llegado a la ciudad. La celebración se realizaba en una mansión de piedra rojiza, imponente y vigilada por hombres armados, en la esquina de dos calles donde las luces del lujo se mezclaban con el peligro.
Anabella descendió del coche con elegancia, moviendo las caderas como si el mundo entero le perteneciera. El vestido púrpura se ceñía a su figura con precisión calculada, y los tacones de aguja resonaban sobre el mármol como una declaración de poder. Se sentía una reina sin corona, aunque le faltaba algo —o alguien— para que la velada fuera perfecta: Alessandro.
Pensó que ya había pasado suficiente tiempo para que la idiota de Natalia lo hubiera dejado. Estaba convencida de que esa puritana no podría perdonarle jamás haber tenido otro hijo con otra mujer.
Bueno, al menos él no