Anabella, al ver que no había logrado acabar ni con Natalia ni con Alessandro, reunió a toda su gente. Sus ojos brillaban con furia contenida y la mandíbula le temblaba de ira. Estaba decidida: si no podía destruirlos ahora, lo haría más tarde, y si eso implicaba acabar con todos sus hombres en el proceso, así sería. Su obsesión era un fuego que no se apagaría hasta verlos derrotados.
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Las aceras que rodeaban el club y la sala de conciertos estaban abarrotadas de espectadores, sus voces y risas mezclándose con la música que escapaba del interior. El sedán negro de Alessandro se detuvo frente a las puertas traseras, donde la multitud era más densa que en la entrada principal.
Natalia asomó la cabeza entre los vidrios polarizados, con los ojos muy abiertos, evaluando la situación.
—Alessandro —dijo, con un hilo de nerviosismo en la voz y las manos crispadas sobre su falda.
—No pasa nada —respondió él, inclinándose hacia adelante con calma, apenas frunciendo el ceño mientra