SABRINA
—¿Has venido a eso? —indagué nerviosa, intentando contener mis ganas de lanzarme a sus brazos y que me hiciera suya allí mismo, en ese maldito elevador. Dejé los brazos reposando a mis costados, cerrando los puños para no abrazarme a su cuello y darle vía libre a que hiciera lo que se le antojara conmigo. Sin embargo, en el matiz del color de sus ojos, algo había cambiado.
El hombre que tenía delante era distinto al que dejé en París. Piero emanaba algo magnético, algo que no había notado a pesar de vivir una temporada con él. Sus ojos eran fuego, sus músculos tensos se contenían para no tomarme de una manera poco sutil como lo fue todo este tiempo.
Parecía distinto… sí. Esa era la palabra adecuada para definir al hombre que se encontraba restregando su cuerpo contra el mío y afirmando con demasiada convicción que venía por mí y no se iría sin hacerme entender cosas que eran evidentes para ambos. Lo malo de todo, no era que no quisiera hacer lo mismo, sino que mis propios impu