Me quedo un momento en silencio, mirando sus ojos azules. La noche ha oscurecido tanto que parece que esos ojos se tornan más oscuros, casi como el mar profundo de esta costa griega. La brisa salada acaricia mi piel mientras observo cómo la luz de la luna, tenue y mágica, se refleja en las aguas. Este pequeño pueblo costero, que había sido mi refugio de tantos pensamientos agobiantes, ahora se siente diferente. Las casas blancas, agrupadas alrededor de la plaza central, parecen apacibles y silenciosas bajo el manto de la noche. Las calles empedradas, de color gris plateado, conducen hacia la orilla, donde el sonido suave de las olas rompe la quietud.
Este pueblo, tan apartado de todo, tiene una calma que es tan hermosa como inquietante. Los pocos faroles encendidos proyectan sombras alargadas sobre las paredes de las casas, y el aire fresco tiene un toque de salitre, como si el mar estuviera muy cerca, esperando con su marea baja. No hay turistas, ni multitudes. Solo los ecos lejanos de un mundo que parece seguir su curso, mientras aquí, en este rincón aislado, el tiempo se detiene.
Hay palmeras que han sembrado décadas atrás y la arena me tranquiliza los pies.
Estoy sentada tan cerca de Antón que puedo casi escuchar su corazón palpitar.
Pero percibo algo más.
Un olor.
Él ha estado tomando.
Eso enciende mis alertas pero que más da.
A lo mejor es un asesino serial y mi cuerpo termina a la deriva antes de que me obliguen a contraer este matrimonio.
Al fijarme en Antón, esa sensación extraña se intensifica. La forma en que está tan cerca de mí, su presencia tan firme, me hace sentir vulnerable, pero también conectada a algo más grande, algo que aún no entiendo. No parece un simple extraño. Algo en su voz, en su mirada, me hace sentir que podría ser parte de mi vida, como si todo este momento, esta noche, estuviera predestinado.
Quizá solo es la artista en mi, la escritora frustrada que sueña con n amor verdadero.
Aunque la única relación decente que ha tenido acabó en el descubrimiento de múltiples infidelidades y amenazas a lo más precisado que tengo: mi hermana menor.
La frase que me acaba de decir, sobre conocerme como si nos hubiésemos encontrado antes, resuena en mi mente. Por un segundo, siento que todo esto es una escena sacada de una novela romántica. Una en la que los protagonistas se miran por primera vez y saben que hay algo eterno entre ellos, que no hay obstáculos para su amor, nada que los separe. Un cuento donde no hay bárbaros, ni monstruos, ni familias que te entregan como sacrificio. Todo parece posible, pero la realidad me golpea al instante: mi vida no es una novela, y mañana debo casarme con Pietro, un hombre que apenas conozco.
—Es una frase un poco trillada —respondo, forzando una sonrisa, intentando que mi corazón, tan vulnerable por este encuentro, no se derrita aún más. Quiero ser fuerte, quiero recordar que tengo un compromiso, que mi destino está sellado, pero Antón, con su mirada penetrante y su cercanía, hace que me cuestione todo.
—Trillada o no, has sonreído —dice él, dando un paso más hacia mí. Su aliento cálido se mezcla con el aire nocturno, y mi respiración se vuelve entrecortada, como si estuviéramos sincronizados de alguna forma.
Por un instante, no puedo creer lo cerca que estamos, y sin embargo, no tengo miedo. No siento que me amenace. Algo dentro de mí me dice que puedo cerrar los ojos y estar a salvo en sus brazos. No lo entiendo, pero me siento conectada con él de una manera inexplicable.
—¿Cómo sabes que he sonreído? No puedes ver nada. Yo no puedo ver nada. —Mi voz suena un poco temblorosa, pero no por miedo. Es por la incertidumbre de lo que está ocurriendo. Mi mente se vuelve un torbellino de emociones encontradas. —ahora mismo pudieras tener tres orejas en vez de una y yo no estarme dando cuenta. Si acaso veo el color de tus ojos.
Antón sonríe, pero es una sonrisa sutil, como si disfrutara de esta interacción, como si hubiera algo más en juego.
—Me acabas de dar la razón sin darte cuenta —responde, con esa seguridad que hace que mi corazón dé un vuelco. —mis ojos son azules, Sherezade. Azules como ese mar en calma que tenemos en frente. Pero eso no es importante para mi. Tu lo eres ahora.
—Muy listo —digo, tratando de mantenerme tranquila, aunque mi cuerpo reacciona de una manera que no puedo controlar. Su presencia es como una corriente eléctrica que recorre mi piel.
Me limito a mirar la solas llegar a la orilla y regresarse. Nos quedamos en silencio varios minutos y siento su mirada en mi, pero no le miro.
—¿Siempre estás tan callada? ¿O es que algo te tiene preocupada? —Pregunta, y aunque su tono es suave, su mirada parece leerme, como si pudiera adentrarse en mis pensamientos más oscuros.
—¿Te interesas siempre por los sentimientos de las desconocidas que encuentras a orillas de una playa? —contraataco, con una sonrisa que intenta ocultar la inquietud que empiezo a sentir. No quiero contarle mi futuro, el futuro que mañana me espera, con Pietro y su mundo de compromisos fríos. No quiero que me vea como una mujer atrapada. No quiero que me vea como la mujer que soy realmente: una prisionera de su destino.
Antón se detiene un momento, sus ojos clavados en los míos, como si estuviera evaluando mis palabras. Y después responde:
—No suelo ver a desconocidas tan bellas a punto de lanzarse al mar a mitad de la noche.
—No iba a lanzarme. ¿Crees que pretendía suicidarme? —le respondo, sorprendida por la insinuación. La idea de terminar con todo me parece absurda. Mis padres me han moldeado, me han llevado hasta este momento, y aunque no entiendo todo lo que está pasando, no soy una mujer que se rinda tan fácilmente. No puedo.
—No —dice él rápidamente—. No te veo como un alma a la deriva.
Una pequeña risa escapa de mí.
—No hablas como si fueras de aquí —comenté, observándolo más detenidamente. Su acento no es del todo familiar, y la forma en que se expresa tiene una calidez que no parece encajar con la manera en que los demás hablan en este pueblo.
—¿Cómo se supone que deba expresarme? ¿Con palabras simples y carentes de sentimientos? —responde, y su tono suave pero desafiante provoca en mí una leve carcajada.
—No, solo digo que no pareces de aquí. Normalmente este pueblo está lleno de personas acostumbradas a verse cada día. Hay cosas que no se dicen —explico, pensando en cómo los habitantes del pueblo parecen estar tan centrados en sus propios asuntos, como si todo estuviera escrito de antemano, como si no hubiera lugar para sorpresas.
Antón se acerca un paso más, y la tensión en el aire se hace palpable. Su mirada me atraviesa, y por un momento, el mundo parece desvanecerse a nuestro alrededor. Sólo existimos él y yo, y las olas del mar que parecen susurrar nuestras palabras al ritmo de nuestros corazones.
—Es bueno ser extraño a veces. Eso te permite ser y tener ciertas cosas y conocer a ciertas personas interesantes. En mi día a día no puedo permitirme tener eso.
—¿No? —pregunto. —perdona por juzgarte.
—No te disculpes. Creo que estás acostumbrada a que te traten como si fueras una más —dice, y esas palabras me golpean como una verdad que nunca había querido ver. No soy más que una joven atrapada en un destino que no elegí. Y él, un extraño, tiene razón.
Me siento vulnerable ante su mirada, pero algo dentro de mí también se siente libre. Como si, al menos por un momento, estuviera permitiéndome ser quien soy, sin las máscaras que me han impuesto.
—Es refrescante escucharte hablar así. Lástima que no te conocí antes —susurra, y sus palabras me llegan al alma. ¿Cómo podría haberme perdido a alguien como él? ¿Cómo podría haber vivido tantos años sin siquiera conocer la posibilidad de algo como esto?
—Me conociste en el momento perfecto —respondo, aunque no sé qué significa eso. No sé qué quiero, solo sé que este encuentro, esta conexión, me consume.
Él se acerca aún más, y no puedo resistirme. Siento la necesidad de acercarme a él, de perderme en sus brazos, de olvidarme de todo lo demás. Este pueblo, esta costa, el futuro que me aguarda... todo eso parece desvanecerse.
Antón extiende su mano, y sus dedos rozan mi mejilla con una suavidad inesperada. La calidez de su toque me hace cerrar los ojos. Siento que el aire se vuelve más denso, más cargado de deseo, y por un momento, todo lo que quiero es sucumbir a lo que siento.
—Eres hermosa, como un rayo de luz en la oscuridad —murmura, y yo, sin poder resistirme, susurro:
—Yo...
—No digas nada —me interrumpe, y su voz tiene un poder que me hace temblar. Se acerca más y, antes de que pueda decir algo, sus labios se encuentran con los míos. La pasión, el deseo, todo explota en mi pecho.
Este beso, esta sensación... es como una tormenta, una sacudida que lo cambia todo.