Kany había estado allí por lo menos veinte minutos, con el calor de Turquía pegado a la piel y el miedo apretado en el estómago como un puño cerrado. Las columnas de mármol blanco brillaban tras las rejas, recordándole que eso nunca había sido su hogar, aunque su sangre vivía en los cimientos.
—Dile que soy su nieta —le dijo al guardia, por tercera vez. Esta vez, sin suplicar.
Cuando al fin la dejaron pasar, el silencio del salón la recibió como un juicio. El abuelo Amir estaba sentado al fondo, envuelto en lino dorado, el rostro imperturbable como los retratos colgados a su espalda.
—No esperaba verte —dijo sin mirarla directamente.
—No vine por mí. Es por mi madre. Tiene cáncer. Necesito su ayuda.
El silencio se hizo más largo que un desierto.
—Esa mujer —dijo él al fin, con la voz afilada— dejó este apellido por un hombre que no tenía más fortuna que sus manos. ¿Y ahora vienes a pedirme que la salve?
—No —respondió Kany, levantando la mirada—. Vengo a pedirle que no la entierre viv