Zayd se sentó frente a mí. Me tomó la mano como si me dijera que estaba ahí, que no me iba a dejar sola en este momento en el que tenía tanto miedo.
—¿Lista?
Lo miré. No me sentía lista. No lo iba a estar nunca. Pero asentí.
—Hazlo.
Sentí la aguja entrar en mi vena. Un ardor sutil. Luego frío. Luego nada.
La enfermera se retiró y nos dejó a solas. El goteo del suero era lo único que rompía el silencio.
—No sé cómo se hace esto —dije, apenas audible—. Cómo se pelea así.
—Un día a la vez —respondió Zayd—. Un paso. Un suspiro. Un dolor. Todo cuenta.
Lo miré.
—¿Y si no puedo?
—Entonces yo camino por ti hasta que puedas. —Él acercó su rostro al mío, y me susurró.
Y fue ahí, justo ahí, que comencé a creer que aunque la batalla era mía… no iba a pelearla sola.
El tratamiento había sido más agresivo de lo que imaginé. No eran solo las náuseas o el malestar. Era como si me hubieran arrancado la energía con una mano invisible, dejándome hueca, drenada, vencida.
Horas después, mientras intentaba