Capítulo 2. El regreso.

El autobús avanzaba por la oscura carretera. Emma mantenía la mirada fija en la ventanilla, aunque afuera solo había oscuridad y luces intermitentes.

«Ve al lugar menos probable, uno que del que jamás le hayas hablado», le había aconsejado la enfermera.

Al inicio ella pensó en ir a Seattle, donde se encontraban sus padres, pero eso sería evidente. Así que tomó el camino hacia San Francisco, su ciudad natal, donde vivían y trabajaban sus mejores amigas.

—¿Primera vez que viaja de noche? —preguntó la mujer de mediana edad sentada a su lado.

—No, pero hace mucho que no lo hacía —respondió ella, casi en un susurro.

—Pues, intente dormir. Falta un buen trecho.

Emma asintió, aunque no cerró los ojos. Cada vez que lo hacía aparecía en su memoria el rostro de Marco, su voz, sus golpes…

Un movimiento a su lado la sacó de sus pensamientos. La mujer le ofrecía una manta.

—Se va a resfriar, niña. Tómela.

—Gracias.

Emma la aceptó como un gesto de consuelo. Sentía frío y malestares, tanto por lo sucedido como por lo que estaba por suceder.

—¿Va de visita? —quiso saber la mujer con tono curioso. Notó que ella no llevaba nada, solo su cartera.

—Regreso a casa.

—Ah, eso es bueno. Nada como el lugar de una.

Emma sonrió con pesar. Anhelaba encontrar ese lugar donde pudiese sentirse en verdad amada y protegida.

El autobús llegó a San Francisco cuando ya había ajetreo por el inicio del nuevo día. Ella bajó con el corazón acelerado y un nudo en el estómago.

No pudo evitar mirar en todas direcciones con miedo, temerosa de hallar a Marco esperándola, pero lo que divisó fue un pañuelo que se zarandeaba entre la multitud.

—¡EMMA!

Sonrió ante esa voz.

—¡Lidia!

Corrió hacia su amiga de la infancia y se abrazó a ella. No pudo evitar que una lágrima escapara de sus ojos.

—Estás flaquísima, mujer —dijo Lidia y se apartó para repasarla de pies a cabeza. Al notar su lágrima se preocupó—. ¿Qué te pasó?

—Después te cuento. Ahora solo quiero estar en un sitio tranquilo —pidió, nerviosa.

Su amiga la llevó hasta su auto estacionado afuera.

—¿Dónde está Carla? —preguntó Emma mientras se ponían en marcha.

—Debía ir al trabajo, aunque nos reuniremos con ella en la tarde. Pero dime, ¿qué te sucedió? ¿Por qué esa visita repentina? ¿Y a qué viene esa cara de tristeza?

—Es una historia muy larga.

—Apenas lleguemos a casa me vas a contar todo, ¿me oyes? Todo —enfatizó.

Emma sonrió, aunque la mirada se le perdió en la calle dejándose llevar por su melancolía.

El departamento de Lidia era pequeño y estaba ubicado en las afueras de la ciudad. Emma entró con postura cansada.

—Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras —dijo la amiga dirigiéndose a la cocina para preparar té.

—No quiero ser una carga.

—Cállate. Tú para mí eres familia.

Emma se sentó en la mesa viendo a Lidia preparar la bebida caliente. Una vez que la tuvo en sus manos y le dio un trago, el calor le bajó hasta el pecho aflojando un poco la tensión.

Así pudo narrarle lo que había sido su vida luego de conocer a Marco en Seattle, embarazarse de él a los pocos meses y mudarse juntos a Salem, en Oregon, donde pretendieron construir una nueva familia.

—¿Y dices que él cambió cuando se instalaron en Salem? —quiso saber Lidia mientras desayunaban.

—Quizás fue por el cambio brusco o la presión del niño, pero dejó de ser el hombre adorable y divertido que conocí para volverse un sujeto irritable y violento, apegado al alcohol y al cigarro.

—Debiste dejarlo apenas comenzó a actuar así.

—Pensé que era una etapa, que la superaríamos juntos una vez que nos adaptáramos y naciera el niño. Yo también me sentí perdida por tener que dejarlo todo, con miedo por esa vida que crecía en mi interior e iba a hacer que el mundo fuese más diferente.

—¿Y tus padres saben lo que pasa?

—No. Ellos adoran a Marco, por eso me permitieron irme con él a pesar de que nos conocíamos poco.

—Pues, espero no te busque, y si lo hace que no te encuentre y te olvide rápido. Ya nada los une. Aquí estarás bien, nos tienes a Carla y a mí que te ayudaremos a adaptarte. Además, ya conoces San Francisco, aquí viviste por muchos años antes de que tus padres se mudaran a Seattle.

Emma esbozó una sonrisa débil.

—Sí, yo nunca quise irme, amo esta ciudad, pero a papá le ofrecieron un mejor empleo en Seattle y no pudo rechazarlo. Me toca rehacer mi camino y San Francisco es lo más mío que tengo ahora.

Lidia la abrazó para infundirle ánimo y le preparó una habitación para que descansara mientras ella iba a su trabajo.

Al final de la tarde regresó para ir juntas al encuentro con Carla. Su amiga trabajaba de encargada en un restaurante muy chic ubicado en el centro.

—¡Pero mira quién volvió! —exclamó Carla emocionada y la abrazó fuerte—. Pensé que nunca te tendría aquí de nuevo.

—Yo también lo pensé —respondió Emma con añoranza—. Chicas, gracias por recibirme en su casa.

—Ni lo digas. Esa es ahora tu casa y nosotras tus hermanas.

Mientras cenaban, Emma puso al día a su otra amiga de lo que le había sucedido.

—Ese tipo no merece ni respirar cerca de ti —concluyó Carla, molesta.

—Y si se atreve a venir, va a encontrarse con dos leonas que van a defenderte —añadió Lidia.

Emma sintió que un pedazo de su corazón roto se recomponía.

—Gracias por esta nueva oportunidad.

Las tres se abrazaron y compartieron un poco más antes de regresar al departamento.

En el estacionamiento, Emma notó que una camioneta negra, similar a la de Marco, se hallaba estacionada en las cercanías. Su corazón latió apresurado.

—¿Estás bien? —preguntó Carla al verla algo pálida.

—Sí, es…

No supo que responder, no quería mostrarse como una cobarde, pero sentía miedo.

—Le hicieron un legrado el día anterior, claro que no está bien —soltó Lidia—. Vamos a casa para que descanses. Pronto te repondrás.

Emma sintió alivio por la comprensión de sus amigas y volvió con ellas al departamento.

En la noche, al estar sola en su habitación, se animó a encender su móvil, que había tenido apagado desde que había llegado para así no angustiarse más. Halló decenas de mensajes y llamadas perdidas de sus padres, era evidente que Marco la había buscado primero en Seattle.

De él también poseía varios mensajes.

Los revisó amargándose con todas las ofensas, reproches y amenazas que él le dirigía.

«No creas que podrás esconderte de mí. Te encontraré», decía el último, un audio que había enviado minutos antes utilizando una voz aterradora, algo embriagada y agitada, como si hubiese corrido un largo trecho.

Quizás, desde Oregon hasta San Francisco.

La sangre se le congeló por el miedo y apagó el teléfono cubriéndose con la manta, como si de esa forma pudiese ocultarse de su acosador.

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