La noche descansaba sobre el cementerio, oscura y espesa como una manta de sombras que envolvía las lápidas. Kisa descendió del coche con una perturbación que le impedía siquiera respirar con normalidad. Su corazón latía con violencia dentro de su caja torácica, impulsado por la incertidumbre y el terror de lo que estaba por descubrir. Marshall bajó tras ella, siguiéndola de cerca, aunque su rostro mostraba preocupación. Sabía que Kisa estaba al borde de perder el control.
Las luces parpadeantes de los faroles dispersos en el camino apenas ofrecían algo de visibilidad entre las tumbas. Todo parecía más silencioso de lo normal, como si la misma muerte guardara el aliento. Kisa avanzó sin titubear hasta la pequeña cabaña del sepulturero, un hombre de edad avanzada, de rostro curtido por los años y los secretos que custodiaba bajo la tierra. Estaba sentado en el umbral de su puerta, fumando un cigarrillo que se consumía lentamente entre sus dedos arrugados.
Cuando Kisa lo divisó, se apro