El aire de la sala de juntas era tan denso que podría cortarse con un cuchillo. La mesa, de madera oscura y pulida, estaba rodeada por los rostros serios y descontentos de los miembros del consejo. Fabio se sentó a la cabecera, sintiendo el peso de cada mirada sobre él. Desde que Cloe había muerto, este era el tipo de reunión que solía terminar en un grito, con él abandonando la sala y dejando a todos con más dudas que respuestas.
La reunión esta ocasión sería en una sala diferente, pero el tema a debatir sería el mismo; su lugar en esa mesa.
—La empresa está en un punto crítico, Fabio —dijo uno de los miembros más veteranos, el señor Cárdenas,con la voz cargada de reproche—. Los socios se están yendo. La falta de liderazgo es evidente. No podemos esperar más.
—Queremos tu dimisión —espetó otro, sin rodeos. No podemos esperar más.
Fabio no se levantó, no gritó, no insultó. En su lugar, se inclinó hacia adelante, puso los codos sobre la mesa y, con una voz calmada y serena, habló.
—S