Salvador mantuvo la mirada fija en Franco, su rostro endurecido por la mezcla de rabia y cansancio.
Negó lentamente antes de responder, con la voz grave y firme:
—No quiero nada, ni un solo centavo. Pero si quiere que esto termine de una vez, hable con su hija. Si ella acepta, le daré el divorcio.
Franco apretó los labios, indignado, mientras Alma daba un paso al frente con los ojos ardiendo de ira.
—¡Papá! ¿Cómo puedes pedir algo así? —exclamó con la voz quebrada, pero cargada de rabia contenida.
Franco rodó los ojos con exasperación.
—Les dejo hablar. Si me necesitas, Alma, estaré en casa.
Alma, incapaz de ocultar su frustración, apretó los puños y lo enfrentó.
—Alma recupera la cordura y vuelve conmigo a casa —suplicó Franco.
—¡Esto es mi casa! Esa “casa” que tanto defiendes no es más que una jaula disfrazada de hogar. No volveré.
Franco frunció el ceño, su tono se volvió helado.
—No lo entiendes, Alma. Mira este lugar. ¿Sabes qué quiere este hombre? ¡Dinero! Conozco a personas como