Eduardo sentía cómo la rabia lo consumía. Cada vez que su mirada caía sobre Marella, de pie junto a Dylan, rodeada de un ambiente de felicidad, sentía como si un hierro candente perforara su pecho. Con el ceño fruncido y el corazón en llamas, se alejó del grupo.
Tomó una copa de whisky de la mesa más cercana y comenzó a beber, casi vaciándola de un trago. El líquido quemaba su garganta, pero la amargura en su interior lo superaba.
Glinda se acercó a él, con una expresión de preocupación evidente.
—Eduardo, por favor, basta con el alcohol. Estás llamando la atención. —Su voz era suave, casi temerosa.
—¡Cállate! —rugió Eduardo, girándose hacia ella. Su grito resonó por el salón, haciendo que varias cabezas se volvieran en su dirección. Glinda retrocedió, encogiéndose como si su figura hubiera perdido todo su valor frente a él. Eduardo no se detuvo a reparar en las miradas ajenas, ni en las lágrimas que brillaban en los ojos de su pareja. La mujer, derrotada, se dio la vuelta y salió del