Eduardo estaba recostado en el colchón de su celda. El aire viciado parecía pesar sobre él como un recordatorio constante de su caída. Sus ojos, abiertos de par en par, miraban al vacío, sin rastro de sueño. Cerró los párpados por un instante, buscando un consuelo imposible en la oscuridad, pero mal dormía. La inquietud lo devoraba desde dentro, y cuando finalmente cedió al cansancio, un sueño perturbador lo atrapó:
«Allí estaba ella. Marella, de pie, bien erguida, su figura bañada por un rayo de luz que se filtraba por una ventana pequeña y alta. Todo lo demás estaba sumido en sombras. Eduardo no podía apartar la vista de ella. Había algo en su postura, rígida y fría, que lo inquietaba profundamente, pero al mismo tiempo lo atraía como una fuerza invisible.
Con pasos lentos, casi inseguros, se acercó. Temía que, si se movía demasiado rápido, ella pudiera desaparecer como un espejismo. La observó, hipnotizado, mientras su vestido blanco parecía brillar bajo la luz. Alzó una mano temblo