El desayuno terminó con la promesa de una libertad que apenas podía creer. Sé que había jugado sucio y lo puse entre las cuerdas, pero si quería ganarle a ese malvado hombre de ojos grises, tenía que jugar con más astucia que él.
Mientras Frederick y Alexander pagaban la cuenta, Charlotte me guiñó un ojos con una sonrisa conspiratoria en sus labios perfectos. Parpadeé. ¿Me lo había imaginado o por qué había hecho eso?
No tenía tiempo para pensar en ello, ya que la emoción burbujeaba dentro de mí, tan intensa que casi olvidaba la presencia de mi esposo.
Pero él no se olvidaba de mí.
Con un firme “con permiso” dirigido a los Lancaster, Alexander tomó mi brazo y me apartó de la mesa con una urgencia que no esperaba. Su mano era firme, pero no al punto de lastimarme. Me guio hacia un rincón más privado del vestíbulo del hotel, lejos de miradas curiosas.
—Kiara —Su voz era un susurro grave, cargado de una tensión que no había escuchado desde mi envenenamiento—. Escúchame bien.
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