Terminó la cerveza y abrió otra. Terminó el cigarrillo y prendió otro. Lo iba a lamentar la noche siguiente, mediando el concierto, pero ella merecía aquel breve descuido a su garganta.
—Yo… No sé qué decirte, nena —suspiró al fin.
—No hay nada más por decir, Stewart.
—¿Por qué sigues llamándome así? —Al fin y al cabo, acabas de echarme un polvo a diez mil kilómetros de distancia. Estuvo a punto de decírselo.
—Porque es la única forma que tengo para tratar de mantener un poco la distancia, recordarme a mí misma lo lejos que estás, en todos los sentidos. —Se le escapó un suspiro tembloroso—. En todos los sentidos posibles…
—Sabía que esto ocurriría, ¿sabes? Era tan obvio cuando me dijiste que leyera ese maldito capítulo del zorro. Y aun así…
—Oh, no, ahórrame el discursito de arrepentimiento egoísta. No quiero discutir contigo quién tiene la culpa. Nadie tiene la culpa, Stewart. Nadie. Tú hiciste lo tuyo y yo hice lo mío. Pu