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Por fuera, el lugar no se diferenciaba en nada de los demás edificios viejos de la zona, con tiendas comerciales a la calle y dos o tres pisos de oficinas y viviendas. La SUV negra permanecía al otro lado de la calle con el motor encendido, mientras los ocupantes intentaban asegurarse de que era la dirección correcta.

Hasta que advirtieron la lucecita sobre la puerta de madera, la única entrada iluminada en toda la cuadra. Y la gente joven fumando en la acera, y la cartelera con posters negros y el logo de la banda en blanco. Los ocupantes de la SUV se demoraron en silencio, observando el lugar.

Habían aterrizado hacía sólo dos horas, y les costaba aclimatarse a la diferencia horaria con San Francisco.

Stu respiró hondo pensando en lo que estaba por ocurrir. Después de casi un año de estar en contacto constante por internet, estaba por conocer en persona a quien lo ayudara a salir de la peor depresión de su vida, después que Jen lo abandonara. Y estaba por revelarle su verdadera identidad.

Al fin asintió. Brian, su guardaespaldas personal, se apeó del asiento delantero, cruzó la estrecha calle y entró al edificio.

Ray Finnegan estudió a su amigo de reojo mientras aguardaban el regreso del guardaespaldas.

De pronto Stu se caló la gorra que traía con gesto brusco.

—Ya ha estado bien—gruñó—. Vamos, que no somos Elvis.

Jimmy, el otro guardaespaldas que viajara con ellos, intentó precederlo. Stu le indicó con un solo gesto que no se adelantara, y con otro gesto acalló la alarma de Brian, cuando volvió a salir y lo vio yendo a su encuentro.

Stu los ignoró para entrar y encarar con sonrisa tentativa a las dos chicas en la boletería. Abrió la boca, dudó, alzó una mano con todos los dedos bien visibles.

—Cinco… por… favor… —dijo en español con lentitud, y se dijo que sería un verdadero milagro que las chicas comprendieran su pésima pronunciación.

Sin embargo, las chicas sonrieron y le respondieron en perfecto inglés, mientras una de ellas cortaba los cinco boletos.

—Primer piso por la escalera, señor —les dijo—. Que se diviertan.

—¿Señor Finnegan?

Stu y Finnegan giraron a tiempo para ver la cara de susto del hombrón de gruesos lentes que se apresuraba escaleras abajo hacia ellos. Brian se adelantó para cortarle el paso. Pero la voz serena de Stu le indicó que se apartara, al mismo tiempo que acallaba lo que el hombrón estaba por exclamar.

—Mariano —saludó, antes de que el representante dijera su nombre en voz demasiado alta para esa habitación llena de gente que entraba y salía.

El representante estrechó su diestra y les señaló la escalera. Brian abrió la marcha hacia el primer piso. Stu lo siguió con Mariano, Finnegan y su esposa Ashley fueron tras ellos con Jimmy.

—¿Llegamos a tiempo? —preguntó Stu.

—Sí, salen a tocar en quince minutos —respondió Mariano.

—Más que suficiente para buscar una mesa y cerveza —terció Finnegan, sólo dos escalones más abajo.

—Les reservé una mesa porque estamos a lleno —explicó el argentino cuando alcanzaron las puertas dobles, y abrió una para invitarlos a entrar.

El lugar era en realidad un club de tango, pero algunas noches tocaban bandas. Una multitud de mesas y sillas cubría la pista de baile que ocupaba casi todo el salón frente al escenario de metro y medio de alto, situado a la izquierda de la entrada.

Todas las mesas estaban ocupadas, y mucha gente se había acomodado de pie a lo largo de las paredes laterales. Todo el mundo hablaba y bebía, sin prestar atención al grupo que se abría paso hacia el otro lado del salón.

En la última fila, a la derecha del escenario, Mariano espantó como moscas a los atrevidos que pretendían usurpar las dos únicas mesas vacías, ubicadas juntas con media docena de sillas. Al tamaño imponente del argentino se sumaron las expresiones adustas de los guardaespaldas, y en un minuto los americanos se acomodaban en torno a las mesas, de cara al escenario como los demás espectadores.

Mariano se excusó con ellos, prometiendo regresar antes de que terminara el show. Como una bicicleta que sigue a un camión con acoplado para ahorrarse el embate del viento, Finnegan y Jimmy siguieron cuanto pudieron al argentino de camino al bar.

Hacía calor allí dentro, y Stu no tardó en sacarse la chaqueta de cuero y arremangarse la franela. Aunque se dejó la gorra bien calada hasta los ojos.

—¿Acaso intentas ocultar tu rostro, Stu? —le preguntó Ashley.

—Oh, no, es sólo que… —Se encogió de hombros—. Tú sabes.

—Claro que lo sé. ¡Que eres una maldita gallina!

Stu sólo pudo sonreír mientras Ashley reía burlona.

Pocos minutos después, las luces que iluminaban el telón menguaron hasta apagarse. Las conversaciones se interrumpieron, y Stu advirtió que ya no había música de fondo. Por un momento el único sonido fue el ruido de las sillas al correrse y girarse hacia el escenario. Hasta que una serie de arpegios acústicos, lentos, sin acompañamiento, llenó el salón.

—Ésa es C —dijo Stu, reconociendo el principio de la canción.

—¿Ya comenzaron? —susurró Ashley sorprendida—. ¿Sin que los anuncien ni nada?

Él sonrió de costado.

—Así es ella.

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