—De todas formas, traje la guitarra, en caso de que queramos practicar.
Me sorprendió escucharte detrás de mí, en la puerta de la cocina, y giré para sonreírte. Pero no te veía bien, porque entre nosotros se interponía una postal de ensueño, en la que estábamos sentados juntos en la playa con la guitarra, cantando. Imagino que mi sonrisa me delató, porque reíste con ganas.
—Refrena esa imaginación, ya casi llegamos —dijiste, divertido—. ¿Sabes? Es la primera vez en años que estoy tan ansioso por cantar con alguien. Quiero que probemos varias de tus canciones, y algunas mías también.
—¿Sí? —Te di la espalda para ocultar mi emoción, pero apenas si habíamos ensuciado nada y ya casi había terminado de lavar—. ¿Por qué arruinar tus canciones?
—Porque me gusta lo que me hacen sentir cuando tú las cantas. Y no hablo de hoy. ¿Recuerdas la primera vez que dormimos juntos?
—¿Te refieres al viernes por la noche?
—Ésa no fue la primera vez.
Miré