La semana de la "conquista del barrio" había terminado. El ambiente en la notaría era esta vez más denso que nunca, cargado con las expectativas de Mateo y Sofía, quienes se sentaron en extremos opuestos de la mesa, la tensión entre ellos era notable. Mateo, impecable como siempre, cruzó las piernas, la impaciencia escrita en cada gesto. Sofía, aunque más relajada en su ropa cómoda de trabajo, sostenía la barbilla alta, con una mezcla de cansancio y determinación en sus ojos. Javier estaba detrás de Mateo, y Clara al lado de Sofía, ambos observando con la misma curiosidad. Pablo, el notario, Don Ricardo... todos estaban allí.
Don Ricardo entró con su habitual calma. Se sentó en la cabecera, con una sonrisa que no le quitaba ni le ponía años. Tomó una bocanada de aire, como si saboreara el momento.
—Bueno, bueno, bueno… —comenzó Don Ricardo—. Ha sido una semana de lo más interesante, debo decir. La Latina ha tenido más sabor que nunca. He visto colas en la plaza para la señorita Sofía, y he escuchado murmullos, algunos curiosos, otros… más bien extrañados, sobre el señor Mateo.
Mateo frunció el ceño. Sabía a qué se refería. Su "degustación pop-up" había sido un éxito en la prensa especializada, pero la gente del barrio seguía sin entender sus "esferificaciones" y "aireados". Sofía, por su parte, esbozó una pequeña sonrisa satisfecha.
—Ambos han puesto su alma, su arte, en esta… competición. Y por eso, les estoy muy agradecido. Han traído vida a estas calles.
Mateo, incapaz de esperar más, se adelantó. —Con todo respeto, Don Ricardo, creo que la excelencia y la innovación de mi propuesta han quedado latentes. Mi visión para "Luz de Luna" es única, un faro para la gastronomía de vanguardia en un barrio que está listo para ello.
Sofía replicó al instante. —Y yo creo que el corazón del barrio ha hablado. La gente quiere lo auténtico, lo que les conecta con sus raíces, con su historia. "El Dulce Rincón" no es solo un negocio, es una familia.
Don Ricardo levantó una mano. —Ya lo veo. Tanta pasión… es un placer. Y por eso, he tomado una decisión. Una decisión… inesperada, quizás.
Mateo se enderezó. Sofía contuvo el aliento.
—El local —anunció Don Ricardo, haciendo una pausa dramática—, será para los dos.
Un silencio atronador cayó sobre la sala. Los ojos de Mateo se abrieron con incredulidad. Sofía, por su parte, sintió que la sangre se le helaba. Javier y Clara se miraron, igualmente estupefactos. Pablo, el agente inmobiliario, parecía a punto de desmayarse.
—¿Cómo dice? —Mateo fue el primero en reaccionar—. ¿Para los dos? Don Ricardo, esto es absurdo. Mi proyecto necesita exclusividad. Es un restaurante de alta cocina. ¡No una cafetería que comparte espacio con una panadería!
—¡Y mi obrador no es un anexo de un restaurante de lujo! —exclamó Sofía, levantándose de golpe, la indignación en sus ojos—. Mi repostería es el centro, el alma. ¿Cómo vamos a coexistir? ¿Voy a vender mis tartas mientras usted sirve sus… sus esferas de humo? ¡Es una locura!
Don Ricardo mantuvo su expresión impasible, disfrutando del caos que había desatado. —Ahí está la gracia, mis jóvenes. El contrato del alquiler es muy claro: el inquilino debe respetar la voluntad del propietario. Y mi voluntad es que este local, que tanto quiero, tenga la oportunidad de ser… de todo un poco. El día para los dulces que alegran el alma, la noche para la cocina que despierta la mente. O quizás… algo diferente. Algo nuevo.
—¿Y si no aceptamos? —Mateo preguntó.
Don Ricardo encogió los hombros. —Entonces el local seguirá vacío. O lo alquilaré a una cadena de comida rápida. Cosas de las que el barrio no tiene ni arte ni parte. A mí me da igual. Pero este local, con su historia, merece una oportunidad. Ustedes son los únicos que me han hecho dudar.
Mateo se pasó una mano por el pelo, exasperado. Compartir su visión, su "Luz de Luna", con… con una pastelera. Era impensable.
Sofía, por su parte, sentía una mezcla de alivio —no había perdido el local— y pánico. Coexistir con un chef arrogante y pretencioso, que despreciaba su trabajo, le parecía el inicio de una pesadilla.
—Don Ricardo —dijo Sofía—, con todo el respeto, esto es… inviable. Nuestros conceptos son como el agua y el aceite.
—Pues tendrán que aprender a mezclarlos —replicó Don Ricardo—. O buscar la forma de coexistir. Que uno abra de día y otro de noche, ya lo he dicho. Pero el local, mis queridos, es indivisible. O lo toman los dos, o nadie. Y tienen una semana para llegar a un acuerdo. Si no hay acuerdo… se acabó el trato para ambos.
La mirada de Don Ricardo pasó de Mateo a Sofía. Mateo y Sofía se miraron. La hostilidad se mezclaba con una nueva y desconcertante sensación de estar atrapados juntos.
—Esto es un… un chantaje —murmuró Mateo entre dientes, lo suficientemente alto como para que Sofía lo escuchara.
—Esto es lo que hay, señor Vega —dijo Sofía, cruzándose de brazos—. Si quiere el local, tendrá que aprender a compartir.
La sala se llenó de un silencio tenso una vez más. Las miradas de Mateo y Sofía chocaron, no ya con el desafío de la competencia, sino con la frustración de una tregua forzada.
Don Ricardo se levantó. —Pablo, por favor, prepare los papeles con los términos. Y ustedes… piensen. La vida, como una buena receta, a veces necesita ingredientes que parecen no encajar, pero que al final, sorprenden.
Con eso, Don Ricardo salió de la notaría, dejando a Mateo y Sofía, y a sus respectivos séquitos, en un estado de estupefacción. Se quedaron solos en el despacho, el aire cargado con el peso de la decisión. La visión de "Luz de Luna" y "El Dulce Rincón" ahora debía convivir en el mismo espacio. El sueño de cada uno se había convertido en la pesadilla compartida del otro. Y lo peor de todo, pensaron ambos, era que no tenían más remedio que hablar. Y negociar.
La mudanza al local de Don Ricardo no fue precisamente un desfile de cordialidad, sino más bien una invasión marcada por el chirrido de las carretillas y el eco de las cajas apilándose. Mateo y Sofía habían acordado (o más bien, se habían visto forzados a ello) un horario de ocupación: Sofía y su equipo trabajarían las mañanas y primeras horas de la tarde, y Mateo y los suyos tomarían el relevo al caer la noche. La idea de un "traspaso de turno" parecía más bien un cambio de guardia entre ejércitos enemigos.
El primer día fue un desastre de proporciones culinarias. El vasto espacio del local, que antes había sido un lienzo de sueños, se había convertido en un campo de batalla de utensilios. La cocina, enorme y luminosa, estaba dividida por una línea invisible pero que se sentía. En un extremo, las mesas de acero inoxidable de Mateo, relucientes, con sus aparatos de última generación que parecían sacados de una película de ciencia ficción: sifones, roner, balanzas de precisión para pesos microscópicos. En el otro, la mesa de madera robusta de Sofía, más gastada, con sus cuencos de cerámica, sus rodillos de madera y el aroma persistente de vainilla y levadura.
Sofía llegó al amanecer, antes de que el sol besara los tejados de La Latina, para preparar sus masas que necesitaban tiempo. Encontró una de sus cucharas de madera dentro de un cazo reluciente de Mateo. Su labio superior se curvó en un gesto de fastidio. ¿Cómo había llegado allí?
—¡Javier! —la voz de Mateo, más propia de un general que de un chef, resonó desde el fondo de la cocina, ya al mediodía, cuando Sofía ultimaba sus últimos horneados. Se movían como fantasmas en su propio espacio, evitando el contacto visual, comunicándose a través de sus respectivos segundos al mando.
—Dime, Mateo.
—¿Has visto mi rallador de cítricos? El de microplano, el que es de precisión quirúrgica. No está donde lo dejé.
Javier miró a su alrededor. Vio un rallador de mango naranja, más grande y rudimentario, en el fregadero. Lo tomó. —¿Te refieres a este? Estaba… junto a los cacharros de la señorita García.
Mateo resopló. —¡Ese no! ¡Ese es una reliquia! El mío, el que parece un láser, es… ¡Ah! Ya lo veo. Estaba en la cesta de sus… ¿utensilios para la masa madre? ¿Acaso cree que mis herramientas son para amasar el pan? ¡Inaudito!
Sofía, que escuchaba desde el otro lado, no pudo evitar morderse la lengua. ¡Reliquia! Él era el de las "religiones" en la cocina. El suyo era un rallador normal, sí, pero perfectamente funcional. Su indignación chocaba con el ruidoso lamento de Mateo.
Horas más tarde, cuando el equipo de Sofía se despedía y el de Mateo comenzaba a llegar, los roces eran constantes. Clara, al pasar por un estante, sin querer, desorganizó una pila de cuencos apilados con una simetría obsesiva por Mateo.
—¡Ay, perdón! —murmuró Clara.
Mateo, que estaba al lado revisando la temperatura de un baño maría, se giró con los ojos entrecerrados. —¿Hay alguna forma de que sus ayudantes tengan… más cuidado con el espacio ajeno? La organización es clave en una cocina profesional.
Clara iba a replicar, pero Sofía la detuvo con una mirada.
—Mis ayudantes son muy cuidadosas, chef. Quizás el problema sea que su "organización" es un poco… militar.
—Es disciplina, señorita García. Algo que no todos entienden.
Los días siguientes fueron una comedia de errores. Los ingredientes de Mateo aparecían misteriosamente en la despensa de Sofía, y las mangas pasteleras de Sofía eran encontradas junto a los sifones de Mateo. Las neveras tenían pegadas notas con horarios estrictos sobre qué estante pertenecía a quién. La máquina de café, la única que compartían sin distinción, se convirtió en un campo de minas de tazas sin limpiar y azucareros vacíos.
Un día, Mateo encontró un reguero de azúcar glas que se extendía desde la zona de Sofía hasta su reluciente estación de emplatado. Sacudió la cabeza, exasperado. —¡Esto es inaceptable, Javier! Parece que ha pasado un huracán de algodón de azúcar por aquí. Necesitamos un protocolo de limpieza más estricto.
Al mismo tiempo, Sofía descubrió que uno de los recipientes de vacío de Mateo, de esos que usaba para sus cocciones a baja temperatura, contenía restos de masa fermentada. Su rostro se contorsionó en una mueca de incredulidad.
—¡Lucía! —llamó Sofía—. ¿Puedes creer esto? Han usado nuestro cuenco para la masa madre… ¡para meter sus cacharros! ¡Y lo han dejado sucio! ¡Es que no tienen ni idea!
El punto de ebullición llegó una tarde, justo en el momento del cambio de turno. Sofía había dejado un molde de bizcocho recién horneado enfriándose sobre una rejilla, en un rincón que ella consideraba neutral. Mateo, al entrar con su equipo, lo vio. No le prestó demasiada atención, más preocupado por instalar su horno de convección portátil para una prueba de soufflé. Sin darse cuenta, empujó una caja con cables cerca del molde.
En ese instante, un sonido metálico. Los ojos de Sofía se abrieron de par en par. La caja, al empujar un cable, había movido el molde, y el bizcocho, aún tibio y delicado, cayó al suelo con un golpe sordo. Se partió en dos, esparciendo migas por el suelo impoluto.
Sofía sintió un grito atascado en su garganta. No era solo un bizcocho; era el encargo especial de Manolo, el cliente fiel, para el cumpleaños de su nieta. Era el símbolo de su esmero, de su pasión.
—¡Pero qué ha hecho! —exclamó Sofía, acercándose al desastre con los ojos llenos de rabia.
Mateo, que se había girado al escuchar el golpe, vio el bizcocho destrozado en el suelo. Una parte de él se encogió. El perfeccionista odiaba el desorden y los errores, incluso si eran ajenos.
—Yo… no lo vi. Estaba… estaba en medio.
—¿En medio? ¡Estaba enfriándose! ¡Estaba mi trabajo! ¡El encargo de una persona! —Sofía casi chillaba, su dulzura natural eclipsada por una furia justa—. ¡Siempre es lo mismo con usted! ¡Todo le estorba! ¡Todo es menos importante que su… su soufflé!
Mateo sintió el calor subirle al rostro. Nunca nadie le había gritado así en su cocina. Él, Mateo Vega, el chef que inspiraba temor y respeto.
—¡Mire, señorita García, mi trabajo es importante! Y si usted deja sus cosas por donde no debe…
—¡Mis cosas! —Sofía señaló el bizcocho roto—. ¡Eso era un bizcocho con alma! ¡No una de sus… de sus burbujas de sabor!
La discusión escaló, las voces resonando en el local vacío. Javier y Clara se quedaron congelados, observando el enfrentamiento. No era una discusión profesional, era personal. Las chispas volaban, pero no de un soplete, sino de la tensión acumulada.
De repente, se escuchó un chisporroteo. Un olor a quemado se extendió. El horno de convección de Mateo, que había estado calentándose y al que había conectado el cable que había tirado la caja, comenzó a soltar humo. Una pequeña llama lamió la pared de la cocina, justo al lado de donde estaban los cuencos de levadura de Sofía.