Se organizaron rápidamente. Al día siguiente, montaron un pequeño y encantador puesto en la Plaza de la Cebada, a escasos metros del local en disputa. Flores frescas adornaban la mesa, y el cartel, escrito a mano por Clara, anunciaba: "El Dulce Rincón: Sabores con Alma". Lucía, sonriente y con un gorro de pastelera, entregaba las muestras mientras Sofía, con su delantal limpio y una sonrisa radiante, hablaba con la gente.
Dolores, la vecina, fue una de las primeras en aparecer. —¡Ay, Sofía, qué sorpresa tan dulce! ¿Y esto? ¿Una fiesta de postres?
—Es nuestra forma de agradecer al barrio todo su apoyo, Dolores —dijo Sofía, sirviéndole una porción de Tarta de Santiago.
Dolores probó un bocado y sus ojos se cerraron de placer. —¡Ay, qué cosa más rica! ¡Esto sí que es de verdad, no como esas cositas raras que te ponen en los sitios caros, que ni sabes lo que son! He oído que el chef ese de las estrellas va a montar un circo de esos, ¿verdad? Con espumas y no sé qué. ¡A mí que me dé un buen trozo de tarta y me deje de tonterías!
La voz de Dolores, aunque sin intención maliciosa, resonó con fuerza, y varios clientes cercanos asintieron con la cabeza. Sofía no la corrigió. No era su intención sabotear a Mateo, pero las palabras de Dolores eran un reflejo del sentir popular, y eso, al fin y al cabo, era lo que Don Ricardo quería escuchar.
Mientras tanto, en otro rincón de La Latina, Mateo supervisaba los preparativos para su "degustación pop-up". Su equipo trabajaba con precisión. Un pequeño horno portátil, una estación de emplatado impecable. La cubertería brillaba, los vasos de cristal estaban impolutos. Todo era pulcritud y sofisticación, aunque la gente los observaba con una mezcla de curiosidad y escepticismo.
De repente, un hombre mayor, con aspecto de jornalero, se acercó al puesto de Mateo. Había pasado por el puesto de Sofía antes, y llevaba una magdalena de chocolate en la mano.
—Disculpe, señor chef —dijo el hombre—. ¿Qué es esto?
Mateo, con una sonrisa forzada que le salía a duras penas, le ofreció una pequeña copa con una especie de gelatina transparente y un punto de caviar de remolacha.
—Es un amuse-bouche, señor. Una explosión de sabores para despertar el paladar. Es… una experiencia.
El hombre tomó la copa, la olió con desconfianza. Miró la magdalena en su otra mano.
—¿Y esto qué lleva? ¿Cristales? ¿Y dónde está el pan?
—Es gastronomía de vanguardia —explicó Mateo, sintiendo su paciencia agotarse—. Es innovador.
El hombre frunció el ceño, probó un poco. Su expresión no cambió. Miró la magdalena, luego la copa.
—Pues yo, donde esté un buen trozo de bizcocho… —murmuró, y sin decir más, se dio la vuelta, dejando la copa a medio probar y regresando hacia el puesto de Sofía.
Mateo lo vio irse, sintiendo una punzada de irritación. Este no era su público, pensó. Pero Don Ricardo había sido claro. Era una batalla por el corazón del barrio, y el corazón del barrio parecía latir al ritmo del azúcar y la canela. La guerra de los sabores acababa de empezar, y cada bocado, cada comentario, cada cliente, era una ficha en el tablero.
Ya más tarde. El evento de degustación que había montado, pensado para deslumbrar, había sido un fracaso relativo entre los vecinos. Los críticos gastronómicos invitados lo habían elogiado, sí, con sus frases rimbombantes sobre la "audacia conceptual" y el "atrevimiento deconstructivo", pero la gente de a pie… la gente de a pie seguía haciendo cola en el puesto de la pastelera. La humillacion era tal.
Mateo estaba en su apartamento, un espacio minimalista en el centro, ajeno al bullicio del barrio. Javier entró en la cocina con una bolsa de papel que desprendía un inconfundible aroma a canela y azúcar.
—Vengo de dar una vuelta por el barrio —dijo Javier—. Ya sabes, para tomar el pulso a la gente. La competencia, y todo eso.
Mateo ni siquiera levantó la vista de la tableta donde revisaba los planos de "Luz de Luna". —¿Y bien? ¿Más gente alabando las magdalenas de la señorita García?
Javier dejó la bolsa sobre la encimera.
—Bueno, las magdalenas no, pero esto… —Sacó una pequeña porción de la Tarta de Santiago que Sofía había ofrecido. La presentación era sencilla, rústica, pero el aroma era innegable—. Esto es otra cosa. Dicen que es lo que más éxito tuvo. Dolores, la vecina, casi me obliga a probarlo. Dijo que era "lo que de verdad alimenta el alma".
Mateo resopló. —Bobadas. El alma no se alimenta de azúcar y almendra. Se alimenta de la sublimación de los sabores, de la audacia en la técnica.
—Pues esta "bobada" tiene un olor que casi me hace llorar de nostalgia —Javier partió un trozo con una cuchara y se lo ofreció a Mateo—. Venga, Mateo. Solo un bocado. Por curiosidad profesional. Para saber a qué nos enfrentamos.
Mateo lo miró con desdén. La idea de probar algo tan… simple, le revolvía el estómago. Pero la curiosidad, esa molesta necesidad de analizar a su rival, pudo más. Tomó la cuchara con un gesto de resignación.
Llevó el trozo a la boca. La textura, inesperadamente húmeda, se deshizo en su paladar. El sabor, un equilibrio perfecto entre el dulzor de la almendra y un sutil toque cítrico, lo envolvió. No era pretencioso. No buscaba sorprender con giros inesperados. Era… honesto. Auténtico. Le recordaba algo. Una sensación infantil, casi olvidada, de estar en la cocina de su abuela, el aroma de sus dulces caseros llenando el aire.
Mateo masticó lentamente, sus cejas ligeramente fruncidas en una mezcla de sorpresa y algo parecido a la admiración. —No está mal —murmuró, intentando sonar indiferente, pero ya había tomado otra cucharada.
Javier sonrió, divertido. —¿"No está mal"? Si te brillan los ojos, Mateo. Has comido solo aire y espumas durante semanas, y mira, esta tarta te ha hecho… humano de nuevo.
—No seas ridículo. Es un postre… sólido. Que cumple su función. Nada más. —Pero Mateo se había terminado la porción y se había servido otra. El sabor de la tarta de Sofía, sencilla, contrastaba brutalmente con los postres deconstruidos y etéreos que él solía diseñar. Había algo innegablemente bueno en ella.
Mientras tanto, en el pequeño obrador, Sofía se sentía agotada pero satisfecha. La plaza había estado abarrotada. La gente había respondido con entusiasmo a sus tartas y su café de puchero. Había escuchado los murmullos sobre el "chef famoso" y su "comida de laboratorio", y una secreta parte de ella se regocijaba.
Clara, sentada en un taburete, contaba las monedas con una sonrisa. —Hemos agotado casi todo, Sofía. ¡La gente estaba encantada! Dolores ya ha encargado la tarta de tres chocolates para el cumpleaños de su nieto.
—Es genial, Clara —Sofía sonrió, pero una punzada de curiosidad la asaltó—. ¿Y qué tal le fue al chef? ¿Vino mucha gente a probar sus… experimentos?
Clara se encogió de hombros. —Estaba más tranquilo que aquí, te lo aseguro. Unos cuantos curiosos, y esos señores con pinta de saber de todo. Yo no me atreví a acercarme. Parecía un funeral de lo serio que estaba. Pero se oía que las cosas eran… raras.
Sofía sintió un hormigueo. Tenía que ver por sí misma. No por malicia, sino por una necesidad incontrolable de entender a su adversario. —¿Y qué te parece si ahora… vamos a ver qué hacían? Solo por… investigación de mercado.
Clara la miró con una ceja alzada, sabiendo que "investigación de mercado" era un eufemismo para "cotilleo justificado". —¿Ahora? ¿Cansada como estás?
—Precisamente. Para ver cómo le va al gran chef cuando el cansancio aprieta.
Y así, Sofía, aún con su delantal, pero cubierto con un abrigo para pasar desapercibida, se dirigió a la zona donde Mateo había montado su degustación. El equipo ya estaba recogiendo, pero aún quedaban algunos invitados y, más importante, algunos restos. Vio el pequeño horno portátil, las pinzas de emplatar, las diminutas copas y platos. Y un olor. Un aroma complejo, que mezclaba hierbas frescas, ahumados sutiles y algo que no podía identificar, pero que la intrigó.
Se acercó a una mesa donde una pareja de ancianos terminaba de degustar algo. Sofía se detuvo, como si mirara una obra de arte en una exposición, intentando descifrar el plato. Había una lámina finísima de algo que parecía carne, una salsa brillante como un espejo, y una flor minúscula de un color vibrante. Parecía una pintura. Demasiado perfecta, pensó. Demasiado fría.
—Vaya, qué cosa más bonita —comentó Sofía en voz baja a Clara—. Pero, ¿se come? Parece de mentira.
Escuchó a la pareja hablar.
—Estaba… interesante, ¿verdad, Manuela? —dijo el señor.
—Curioso, sí. Pero me he quedado con hambre —respondió la señora—. ¿Y eso de la flor? ¿Se come?
Sofía rodó los ojos. Tal como pensaba. Pretencioso.
Pero entonces, vio a Mateo. Estaba de espaldas a ella, hablando con Javier. Había algo en su postura, en la forma en que se movía, que denotaba una pasión innegable por lo que hacía. La precisión de sus gestos, incluso al dar instrucciones, era hipnotizante. Por un momento, olvidó la rivalidad y vio al artista, al creador. Sintió una punzada de algo que no era resentimiento, sino una extraña admiración.
Mateo se giró para entregarle algo a uno de sus cocineros. En ese mismo instante, sus ojos se encontraron con los de Sofía.
Fue un choque eléctrico. La sonrisa de Sofía se congeló en su rostro, su "incógnito" al descubierto. La expresión de cansancio de Mateo se tensó, una mezcla de sorpresa y el reconocimiento de su "rival". Los dos se quedaron inmóviles por un instante, el bullicio de la plaza desvaneciéndose a su alrededor.
Sus miradas se entrelazaron. En los ojos de Mateo, Sofía vio no solo la irritación, sino una chispa de algo más, algo que parecía una pregunta no formulada. Y en los ojos de Sofía, Mateo vio una chispa de desafío, pero también una profundidad que lo desarmó por un segundo.
Ninguno de los dos habló. La tensión se estiró entre ellos, como la masa elástica de un hojaldre. Por un momento, no eran el chef de estrella Michelin y la pastelera de barrio. Eran solo un hombre y una mujer, atrapados en una mirada que iba más allá de la competencia.
Fue Clara quien rompió el hechizo. —Sofía, ¿nos vamos ya? Tengo los pies muertos.
Sofía parpadeó, volviendo a la realidad. Mateo apartó la mirada bruscamente, como si la visión le quemara. Sofía sintió el calor subir a sus mejillas y se dio la vuelta rápidamente, arrastrando a Clara consigo. Caminaron sin mirar atrás, pero Sofía podía sentir la mirada de Mateo en su espalda.