En la notaría, a Sofia no le gustaban los despachos, ni los papeles, ni el olor a tinta y café recalentado. Prefería el aroma dulce del horno, el bullicio de su obrador, el tintineo de las cucharas en las tazas de café con leche. Pero allí estaba, sentada con Pilar a su lado, esperando. Pablo, el agente inmobiliario, parecía aún más incómodo que ella, ajustándose la corbata cada dos por tres.
La puerta de madera oscura se abrió con un crujido suave y por ella entró él. Mateo Vega. Sofía lo reconoció al instante por las revistas de gastronomía y los reportajes de televisión. Era más alto de lo que imaginaba, con una presencia imponente. Vestía un traje impecable, oscuro, que acentuaba su figura esbelta pero fuerte. Su pelo, oscuro y peinado con precisión, brillaba bajo la luz mortecina de la oficina. Sus ojos, en cuanto se posaron en ella, fueron una descarga. No había una pizca de amabilidad en su mirada; solo una evaluación rápida, fría, casi despectiva.
Javier, su primo, venía detrás de él, con una sonrisa más cordial, pero Mateo no la compartió. Ignoró a Pablo, ignoró a Pilar, y fijó su mirada en Sofía, como si fuera un insecto bajo un microscopio.
Sofía, a su vez, lo miró con la misma intensidad. Lo encontró arrogante, demasiado pulcro para alguien que supuestamente cocinaba. Sus manos, pensó, seguramente estaban inmaculadas, sin cicatrices de quemaduras o cortes, sin la harina que ella llevaba orgullosa como una segunda piel.
—Señor Vega —comenzó Pablo, intentando romper el hielo—, esta es la señora Sofía García. La otra parte interesada en el local de Don Ricardo.
Mateo no ofreció su mano. Se limitó a asentir con la cabeza, un gesto que a Sofía le pareció más un desaire que un saludo.
—Así que es usted la pastelera. —Su voz era un matiz de sorpresa apenas disimulado, como si esperara a alguien más... sofisticado. La palabra "pastelera" sonó a diminutivo, a algo menor.
Sofía sintió un calor en la cara, mezcla de vergüenza y una naciente ira. Se irguió en la silla, con la barbilla levantada. —Y usted es el chef. El que hace arte con… ¿espumas y esferas? —No pudo evitar que su voz contuviera un dejo de ironía.
Mateo frunció el ceño. —Hago alta cocina, señorita García. Una experiencia culinaria que eleva los sentidos. No meras… piezas de confitería.
—Mis "piezas de confitería" —replicó Sofía—, alimentan el alma. Consuelan. Hacen que la gente recuerde el calor de un hogar. ¿Sus… elevaciones de los sentidos… hacen eso? ¿O solo vacían los bolsillos?
Javier, al lado de Mateo, carraspeó, intentando contener una risa. Mateo le lanzó una mirada fulminante que lo calló al instante.
—El valor de la experiencia no se mide por su precio, sino por su trascendencia —dijo Mateo, con un tono condescendiente que irritó aún más a Sofía—. Mi cocina es vanguardia, innovación. Sus postres son… tradición. Que no es lo mismo que evolución.
—La tradición es la base, chef. Sin ella, no hay raíces. Y sin raíces, ¿qué es lo que construye usted? ¿Castillos en el aire?
Antes de que Mateo pudiera replicar, la puerta se abrió de nuevo y por ella entró una figura menuda pero con una vitalidad sorprendente. Era Don Ricardo, el propietario del local. Llevaba un sombrero de ala ancha, a pesar de estar bajo techo, y sus ojos vivarachos escrutaron la escena con una curiosidad casi infantil. Su piel, curtida por el sol y los años de paseos por La Latina, parecía un mapa de historias.
—¡Ah, qué bien! ¡Ya están aquí mis contendientes! —exclamó Don Ricardo—. Pablo, ¿ya les has puesto en situación?
Pablo asintió. —Sí, Don Ricardo. Les he explicado la situación.
Don Ricardo se sentó en la cabecera de la mesa, observándolos a ambos con una sonrisa enigmática. —Verán, he escuchado sus propuestas, tanto la suya, señor Vega, de esa… “Luz de Luna” que suena a algo de otro planeta, como la suya, señorita García, de expandir “El Dulce Rincón”, que me suena a la casa de mi abuela. Ambas son buenas. Ambas tienen su… encanto. Y me he dado cuenta de algo.
Mateo y Sofía lo miraron expectantes, la hostilidad entre ellos en pausa.
—Este local… ha visto de todo. Ha sido una tienda de telas, una mercería, una taberna… Siempre ha sido un punto de encuentro para el barrio. Y yo no quiero que sea solo un negocio. Quiero que siga teniendo vida. Quiero que tenga… chispa.
—Hizo una pausa dramática, mirando de uno a otro—. Así que he tomado una decisión. No voy a elegir. No todavía. Les voy a proponer algo.
Mateo alzó una ceja, impaciente. Sofía se inclinó ligeramente, la curiosidad superando su resentimiento.
—Durante una semana —continuó Don Ricardo—, quiero que ambos demuestren lo que pueden hacer por este barrio. Mateo, usted, con su alta cocina. Y Sofía, usted, con sus dulces. Quiero que salgan a la calle. Que la gente de La Latina los pruebe. Que hablen de ustedes. No en las revistas, ni en las redes sociales. Aquí. En el asfalto.
Mateo no pudo ocultar su sorpresa, casi indignación. —¿Que salga a la calle? ¿Yo? ¿Con mi equipo? ¿A… a vender degustaciones?
Sofía, en cambio, sintió un atisbo de esperanza. Esto era su terreno. —¿Y yo, Don Ricardo?
—Usted, Sofía, haga lo que mejor sabe hacer. Pero a lo grande. Que todo el barrio lo sepa. Quiero ver esa cola de gente más larga que la del Rastro un domingo. Al final de la semana, la próxima semana, el próximo viernes a esta misma hora, quiero ver los resultados. Quien haya logrado… conquistar el corazón del barrio de una forma más auténtica, más real… ese se llevará el local. O, al menos, la prioridad para el alquiler. Y no me valen los trucos de marketing. Quiero que sientan el pulso de la gente. Quiero que me convenzan de que su proyecto es el que La Latina necesita.
El notario, un hombre de pocas palabras que había observado todo con estoicismo, carraspeó. —Don Ricardo, esto no es exactamente lo que contempla el contrato.
—El contrato contempla mi voluntad, señor notario —replicó Don Ricardo con una sonrisa pícara—. Y mi voluntad es esta. Una competencia justa. El que demuestre más garra, más corazón… y mejor sabor. ¿Están de acuerdo?
Mateo y Sofía se miraron. La idea de competir de esa manera era humillante para Mateo y desafiante para Sofía. Él veía un circo; ella, una oportunidad. Pero la alternativa era perder el local.
Mateo apretó los labios, su orgullo herido. Sofía, con su determinación, asintió.
—De acuerdo, Don Ricardo —dijo Mateo, su voz teñida de resentimiento—. Un reto. Muy bien. Veremos quién tiene el verdadero sabor.
—Acepto el reto, Don Ricardo —dijo Sofía, con una firmeza que sorprendió a Mateo—. Que el barrio decida.
Las miradas de Mateo y Sofía se cruzaron de nuevo, ahora con una chispa de desafío mutuo. Don Ricardo sonrió, satisfecho. Sabía que había encendido una llama. De desafío o algo más.
La indignación de Mateo se había transformado en determinación. Don Ricardo había propuesto un juego, y Mateo Vega, el chef estrella, jugaría para ganar. No iba a permitir que la "pastelera" se saliera con la suya, ni que su visión para "Luz de Luna" se desvaneciera por un capricho de viejos del barrio.
Desde la notaría, la maquinaria se puso en marcha. Mateo reunió a su equipo, incluyendo a Javier, y les comunicó la extravagante condición de Don Ricardo. Javier, siempre el pragmático, observó las expresiones de asombro de los cocineros.
—¿Un puesto en la plaza? —preguntó Álvaro, el jefe de partida, con incredulidad.
—No será un puesto cualquiera —replicó Mateo—. Será una degustación exclusiva. Una muestra de lo que "Luz de Luna" puede ofrecer. Seleccionaremos un menú corto, pero impactante. Tres pases. Amuse-bouche, un plato principal reducido y un postre deconstruido. Alta cocina, presentada al aire libre. La gente de La Latina necesita ver que la excelencia también puede bajar de la torre de marfil.
La idea le quemaba en la boca, pero era la única forma de jugar según las reglas de Don Ricardo sin deshonrar su propia marca. Decidió invitar a figuras influyentes del barrio: comerciantes, líderes de asociaciones vecinales, algún periodista local, y sí, algunos críticos gastronómicos, aunque la informalidad de la situación les resultara inusual.
—Quiero que se sepa que Mateo Vega no tiene miedo a los retos —dijo a Javier, mientras revisaban la lista de invitados—. Y que nuestra cocina es inigualable, incluso al sol.
Esa misma tarde, mientras Mateo perfilaba su estrategia, recibió una llamada. El número era desconocido, pero el remitente, no.
—Mateo, ¿así que vuelves a Madrid? —La voz al otro lado era la de Alejandro, su antiguo socio, con un tono melifluo que no le gustaba—. Me he enterado de tu nuevo proyecto. El local de La Latina, ¿no? Curioso sitio para tu alta cocina.
Mateo sintió una punzada. Alejandro era como una sombra de su pasado, un recordatorio de ambiciones desmedidas y tratos sucios. Su sociedad había terminado mal, con acusaciones veladas y un regusto amargo.
—Estoy donde quiero estar, Alejandro. Y mi proyecto avanza.
—Claro, claro. Una estrella Michelin siempre avanza. Aunque… he oído algo de una… ¿competencia? Con una pastelera, me parece. Una tal Sofía García.
Mateo frunció el ceño. ¿Cómo sabía Alejandro ya ese detalle? La noticia era muy reciente.
—Son formalidades, nada importante —Mateo intentó restar importancia, aunque le molestaba la facilidad con la que la información volaba.
—Formalidades, dices. Bueno, solo llamaba para desearte suerte. Los negocios son complicados, ¿verdad? Especialmente cuando hay otros intereses de por medio. Ten cuidado, Mateo. La gente del barrio puede ser muy… pegadiza con ciertas cosas. Y a veces, la tradición pesa más que el talento.
La voz de Alejandro se detuvo en una risa ahogada, y luego colgó. Mateo se quedó con el teléfono en la mano, una punzada de inquietud. Las palabras de Alejandro sonaron a una advertencia, o quizás a una amenaza. ¿Qué "otros intereses" podía haber? Y, ¿qué quiso decir con que la tradición pesa más que el talento? ¿Era una burla a su rival o un comentario con doble intención? Descartó la idea. Alejandro solo quería molestarlo.
Mientras Mateo trazaba sus planes de asalto culinario, Sofía se sumergía en su propio campo de batalla: las masas, los rellenos y los aromas. La idea de "conquistar el barrio" no la asustaba; era lo que había hecho toda su vida. Su obrador, "El Dulce Rincón", ya era un imán. Pero ahora, tenía que elevar el listón.
—Necesitamos algo que impacte, Clara —dijo Sofía a su hermana, mientras amasaban juntas en la cocina de su obrador—. Algo que demuestre que somos más que magdalenas. Que podemos ser… un evento.
Clara, que ya había difundido la noticia de la "batalla de sabores" entre los clientes más cercanos, sonrió.
—¿Y qué tal si hacemos una muestra de nuestras tartas más especiales? Esas que solo hacemos por encargo, las que la gente sueña con probar. La Tarta de Santiago de la abuela, el pastel de zanahoria con su glaseado secreto, y… el Milhojas de crema de vainilla. Esas son nuestras joyas.
Sofía asintió, su mente ya visualizando el puesto en la plaza. Necesitaría la ayuda de Lucía, y quizás un par de manos extra.
—Me gusta. Y lo serviremos en porciones pequeñas, como si fueran… obras de arte. Y café de puchero, de ese que huele a pueblo. Y zumos naturales. ¡Que la gente pueda sentarse y disfrutar!