La palabra se desvaneció en mis labios, un suspiro atrapado en la garganta antes de nacer. ¿Qué hago? La pregunta no era para él, era para el vacío que se abría bajo mis pies, para la vergüenza que me escaldaba las venas, tan palpable que creí que podía olerla. El suelo de madera pulida no se abrió para tragarme, no hubo misericordia en el universo que me permitiera escapar de su mirada.
Kaiden no movió un músculo. Su silencio era un océano en el que yo me ahogaba, cada latido de mi corazón un martillazo contra mis costillas. La habitación, tan grande y opulenta, de pronto era una celda. El peso de su conocimiento me aplastaba, convirtiendo cada una de mis búsquedas imprudentes en una humillación.
Finalmente, el pánico encontró una salida a través del nudo en mi garganta.
—Lo siento —logré forcejear, rompiendo el silencio con una voz que no reconocía como mía, débil y quebrada—. Lo siento mucho, Kaiden. No… no era mi intención. No quise ser irrespetuosa. No tengo… no tengo malas inten