Erika finalmente empujó la vieja puerta de su pequeño apartamento y se dejó caer sobre el sofá desgastado, con un gemido de alivio y agotamiento. Sus ojos, antes inyectados en sangre por la falta de sueño y la ansiedad de las deudas, ahora miraban el fajo de billetes con una devoción casi religiosa.
Eran la prueba de que el cielo no la había abandonado del todo.
De pronto, miró su teléfono. La urgencia de la confesión la quemaba. No era remordimiento, sino la necesidad impulsiva de descargar el peso de ese secreto que había explotado en su cara y, quizás, de explotar la situación para conseguir aún más. Tomó el teléfono y marcó el número, esperando que Valeria, su única fuente de ingresos fácil, tomara la llamada.
Por otro lado, Valeria estaba recién despertando de una siesta corta.
De repente, sintió un vuelco violento en el pecho al ver el nombre de su madre en la pantalla. Pese a la distancia, la preocupación por los vicios de Erika era constante. Se apresuró a atender.
—¡Mamá! ¿