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Al poco tiempo, la sirvienta se acercó a la pareja, la tensión en la sala era tan inminente que hasta ella podía sentirla.

—Señor, ¿se le ofrece algo de beber?—inquirió, con la voz apenas audible.

Alexander, que solo quería hablar con Valeria, negó con la cabeza de forma abrupta.

—No, gracias. Por favor, déjanos a solas—pidió de una manera tan demandante que sonó casi como una orden.

Valeria puso los ojos en blanco. Alexander, ni siquiera en un momento como ese, dejaba de ser tan dictador. La sirvienta, casi despavorida, se retiró, dejándolos otra vez en la más absoluta privacidad.

Alexander levantó la cabeza y conectó con ella.

—Valeria, ¿cómo has estado?—su voz era más delicada, pero la urgencia aún estaba allí—. Regresa a casa, por favor.

Valeria detuvo el juguetón movimiento de sus manos, mirándolo con frialdad.

—¿Eso es lo primero que me dices cuando me ves, Alexander? ¿Que vuelva a casa?—replicó, el desprecio evidente—. Creo que no lo entiendes todavía.

En ese momento, Alexander
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