Doris, después de haber terminado sus labores ese día, se acercó a la habitación que Alexander había destinado para los cuatrillizos. Al entrar, observó todas las cosas; la cuna gigante, los estantes llenos de juguetes, la ropa que faltaba por acomodar. Sintió un vacío en su estómago, un hueco en su corazón. Le daba tristeza que todo quedara allí, intacto.
Sabía que Valeria probablemente no regresaría. No había recibido ni una llamada telefónica de su parte. Alexander, por su lado, se le veía martirizado y triste, sufriendo porque Valeria parecía estar decidida a no volver jamás.
Doris salió de inmediato al escuchar ruidos en el exterior y se topó con Alexander. Él la vio y, curioso por su procedencia, le preguntó.
—¿Qué estabas haciendo allí, Doris?—cuestionó, señalando la puerta—. Vi que saliste de esa habitación. No quiero que entres más allí. Enviaré todo de regreso en unos días.
Doris abrió los ojos de par en par.
—¿En serio va a devolver todo, señor Alexander?
La miró mal,