En aquella habitación lo primero que Alexander le dio fue aquel documento y ella toda embotada por el alcohol y también medio inconsciente de su realidad terminó tomándole entre sus manos.
—Es un acuerdo de exención de responsabilidad. —Su voz se volvió más grave, más seria, casi un ultimátum—. Tú decides si continuar o no. Cualquier cosa que pase, cualquier consecuencia… no seré responsable.
Ella frunció el ceño, intentando descifrar las palabras, pero la idea de que ese hombre irreal le ofrecía una noche, una salida de su infierno personal, la atrajo con una fuerza magnética. Con la cabeza fría, jamás habría aceptado. Pero en ese momento, con el corazón roto y la mente nublada, solo sus ojos corrieron sobre las líneas sin prestar atención en absoluto sobre lo que allí decía.
"Un acuerdo de exención de responsabilidad".
Firmó por esa noche de olvido, donde no habría espacio para responsabilizarse por las consecuencias.
¿Qué más daba? Su vida se había desmoronado en cuestión de horas. ¿Qué tenía que perder, en realidad? Además, el punzante recuerdo de la infidelidad de Ricardo, sus palabras crueles aún en su cabeza, resultó ser el empujón final que necesitaba, para atreverse.
Sin mediar palabra, Alexander le arrebató el papel de las manos y lo dejó caer en algún lugar que ella no vio. Su mirada se clavó en la de ella, intensa y sin escape. En un movimiento ágil y sin un ápice de brusquedad, la sujetó y la pegó contra la pared. La frialdad del yeso en su espalda contrastaba con el fuego que se encendía entre ellos.
—Te haré mía —gimió en su oído, ella tembló.
Las manos de Alexander se movieron con una seguridad que a ella le quitó el aliento. Sus dedos se entrelazaron en el cabello de Valeria, inclinando su cabeza hacia atrás. La proximidad era total, sus cuerpos se fundieron en un contacto tan repentino como avasallador.
Valeria no supo cómo reaccionar. Su mente, nublada por la inexperiencia y la sorpresa, solo podía procesar la oleada de sensaciones que la inundaba.
Los labios de él se encontraron con los de ella en un beso que empezó con una vehemencia que la hizo jadear. Era un beso hambriento, urgente, pero a medida que el contacto se prolongaba, la intensidad se fue transformando en una ternura inesperada.
En algún punto, en medio de todo el descontrol, el costoso reloj de Alexander terminó en algún lado de la habitación.
Ahora solo estaba centrado en pasarla bien.
—Alexander...
—Relájate.
La cargó y dejó en la cama. Él sonrió y sus ojos estaban inyectados por una urgencia salvaje. Y, volvió a besarla esta vez con mayor frenesí. Sin embargo, pasado un rato, no era la pasión desbordada que ella había imaginado, sino arrebato y delicadeza que la dejó completamente rendida.
Sus manos, que al principio habían sido firmes y casi dominantes, se movieron con una suavidad que la dejó sin aliento.
Valeria cerró los ojos, dejándose llevar por la experticia de él y todo lo que nunca en su vida había sentido.
En ese momento, solo existía el aquí y el ahora.
Solo ellos dos.
***
Una luz brillante hirió los ojos de Valeria. Un punzante dolor en la sien le recordó la resaca. Se incorporó de golpe en la cama king size, con el corazón en un puño. Estaba sola. Un torrente de imágenes de la noche anterior la golpeó con la fuerza de un tsunami: la traición de Ricardo, el club, el alcohol, Alexander.
El arrepentimiento la invadió, un frío helado que le quemaba las mejillas. Se sintió asquerosa, traicionada por sí misma.
—No puede ser... no, no... —murmuró, la vergüenza dominándola.
Con manos temblorosas, buscó su ropa esparcida por el suelo. Se vistió a toda prisa, agradecida de estar sola. No soportaría verlo de nuevo. Mientras recogía sus últimas pertenencias, sus dedos rozaron algo frío y pesado bajo la mesita de noche. Era un reloj. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. No era un reloj cualquiera. La esfera brillaba con una elegancia sobria, y el brazalete de metal pulido y la complejidad de su mecanismo a la vista revelaban su inmenso valor.
Sin duda, le pertenecía a ese tipo.
—¿Y ahora qué hago? —susurró, con el reloj en la palma de su mano.
Él no había dejado una nota, ningún número. Era como si se hubiera desvanecido. No podía dejarlo allí, pero la idea de llevárselo y tener que buscarlo la avergonzaba. Con un suspiro de resignación, deslizó el costoso reloj en el bolsillo de su blazer.
Con el estómago revuelto, salió de la habitación. El lujoso pasillo parecía burlarse de su miseria. Quería escapar de ese lugar y de sus propios errores. Al llegar a su pequeño apartamento, se sintió terrible. Se dirigió directamente al baño. Necesitaba purificarse, borrar de su piel el contacto de aquel hombre, el recuerdo de aquella noche. Se restregó con el jabón con furia, casi hasta enrojecer, sintiendo la decepción de sí misma por ser tan accesible.
—Soy una tonta —sollozó, dominada por la frustración de haber hecho algo de lo que se arrepentía.
***
Mientras tanto, en su lujoso piso Alexander se estaba abotonando la camisa de seda frente al espejo, su reflejo impecable, cuando sintió la ausencia. Algo faltaba. Su muñeca izquierda estaba desnuda. De repente, su mirada se posó en el lugar vacío.
Frunció el ceño.
—Mi reloj —murmuró, la voz gélida.
Era su reloj favorito, una pieza única, un regalo de su abuelo. Preciado, irremplazable. Se giró bruscamente, sus ojos grises chispeando con una molestia creciente. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Recordó la noche. La mujer. Valeria.
—Maldita sea… —gruñó, sus puños apretados.
Para Alexander, la conclusión era obvia. No había otra explicación. Él no se quitaba el reloj. Esa mujer… esa mujer se lo había quitado. Una ladrona. La furia se encendió en sus ojos, quemándole por dentro. La había subestimado, había creído que era solo una más de sus conquistas.
—¡Mark! —rugió, su voz potente resonando por el amplio apartamento—. ¡Michael!
Al instante, dos figuras corpulentas, sus hombres de seguridad personal, aparecieron.
—Sí, señor.
Alexander se volvió hacia ellos, su rostro contraído por la ira. Comenzó a caminar de un lado a otro, como un depredador enjaulado.
—Quiero que encuentren a esa mujer —espetó, sus palabras cargadas de veneno—. La mujer con la que estuve anoche.
Mark y Michael intercambiaron una mirada rápida. Ya sabían que algo no andaba bien con el jefe cuando su voz adquiría ese tono.
—¿Qué necesita señor Baskerville?
—Esa mujer llamada Valeria tiene mi reloj. Ese reloj, ¿entienden? Es mi favorito. Y no pienso dejar que una cualquiera se salga con la suya.
Mark, el más experimentado, asintió con seriedad.
—Entendido, señor. Haremos todo lo posible...
Alexander bufó, su paciencia agotándose.
—Quiero que la rastreen. Quiero saber todo sobre ella. Su dirección, su trabajo, su familia, ¡todo! Y quiero mi reloj de vuelta.
—Inmediatamente, señor —aseguró Mark, dándose la vuelta para salir con Michael.
Mientras los dos hombres salían para cumplir la orden, Alexander reanudó su paso furioso por la habitación.
Una ladrona. ¿Cómo se atrevía?
Esa mujer lo iba a lamentar. Estaba furibundo, y cuando Alexander se ponía así, era mejor atenerse a las consecuencias.