Capítulo 4

Antes de reunir la fuerza necesaria para preguntarle a Adán sobre nuestro futuro, Marie aparece con el teléfono de la casa entre sus manos y lágrimas en los ojos.

—Señora… es su abuelo. —dice con voz temblorosa.

Siento que el mundo se me viene encima. Tomo el auricular sin siquiera pensarlo. Al otro lado, la voz de Héctor Casillas, el médico de confianza de la familia y gran amigo del abuelo me golpea con la cruda verdad que mi viejito intentó ocultar.

—Lo siento, Eva… pero es el final.

No necesito escuchar nada más. Cuelgo, corro escaleras arriba, preparo una maleta pequeña y salgo de casa. No hay tiempo de avisar a nadie. Solo quiero llegar a su lado.

Cuando arribo a la casa de mi abuelo, Héctor me espera en la puerta. En cuanto lo veo, rompo en llanto. Me lanzo a sus brazos y sollozo contra su hombro.

—¿Cómo, Héctor? Él me dijo que estaba bien… —murmuro, temblando.

—Cáncer de páncreas, etapa cuatro… —su voz es grave, resignada—. Ha hecho metástasis a los pulmones. No hay nada más que podamos hacer, Eva, solo acompañarlo en estos momentos.

—¿Mis padres lo saben? —pregunto, limpiándome el rostro con torpeza.

Héctor niega lentamente.

—No quiso que se enteraran así. Los llamé, pedí que vinieran… pero están ocupados celebrando el regreso de Victoria.

Trago saliva. Pues esa noticia no me sorprende.

—La celebración será en mi casa —susurro—. Déjalos. Si el abuelo no quiere, no lo sabrán. Él merece paz, no discusiones.

Camino hasta su habitación con las piernas temblorosas. Empujo la puerta y lo veo. Está tendido en su cama, pálido, frágil… y, aun así, cuando me sonríe, es el mismo abuelo que me crió con dulzura.

—Abuelo… —sollozo, corriendo hacia él.

—Tranquila, mi niña. —Extiende su mano, temblorosa, y la tomo con fuerza.

—¿Tienes frío? ¿Quieres que traiga más mantas? —pregunto, incapaz de disimular mi agitación.

—No, cariño. Estoy bien. —Su voz suena apagada, pero serena. Siento cómo el miedo me oprime el pecho, porque sé que se está yendo y no puedo evitarlo.

—¿Quieres que te cuente otra historia de tu abuela? —pregunta.

Asiento y me acomodo a su lado, aferrándome a su mano.

Su voz, aunque débil, fluye al hablar de ella: cómo se conocieron, cómo dos jóvenes que jamás pensaron casarse terminaron rindiéndose al amor en cuanto sus familias los presentaron. Su historia parece salida de un sueño. Un amor verdadero, con altibajos, sí, pero invencible.

—Nunca me habías contado esto, abuelo… —sonrío entre lágrimas, olvidando por un momento la cruel realidad.

—No quería que pensaras que pasaría igual con Adán —dice, mirándome con ternura—. Pero no quiero verte condenada a un matrimonio sin amor, Eva. Ese hombre nunca podrá darte ni la mitad de la felicidad que mereces.

Aprieto su mano con fuerza.

—Pero lo amo, abuelo.

Sus ojos, cansados pero llenos de sabiduría, me observan.

—Después de tres años de sufrimiento, ¿de verdad nunca pensaste en divorciarte?

—No sé si podría seguir sin él… —respondo con la voz quebrada y con pena… mucha pena—. Dejé todo por este matrimonio. No fui a la universidad, no tengo experiencia laboral… Mi vida se fue a la basura.

Él sonríe con suavidad y acaricia mi rostro con su mano áspera.

—¿En serio crees que te dejaré sola, Eva? Serás mi heredera, y tendrás a alguien de confianza que velará por ti. Siempre he pensado en tu futuro.

Lo miro, confundida.

—¿De qué hablas, abuelo?

—Todos merecemos una segunda oportunidad. Tú más que nadie. —Sus ojos se humedecen—. Te amo, mi niña consentida. Desde que perdimos a Jonas, tu llegada nos devolvió la vida. Criarte fue nuestra mayor bendición.

Mis lágrimas fluyen sin freno.

—Quizás esto sea mi castigo por lo que pasó con Victoria…

—No digas eso. —Su voz, aunque débil, es firme—. Esa noche tú estabas ebria, fue Adán quien entró a tu habitación. La culpa nunca fue tuya. Si alguien debió cargar con la responsabilidad, era él.

—Todos me culpan… incluso mis padres.

—No puedes vivir encadenada al pasado, Eva. Te está consumiendo. Divórciate, empieza de nuevo. Sé la mujer que siempre quisiste ser.

Sonrío con nostalgia.

—Si supieras que de esa niña llena de sueños solo quedan pedazos…

Él aprieta mi mano.

—Aún puedes reconstruirte. ¿Recuerdas el nombre de aquella bodega que soñabas fundar?

—La Maison d’Eva Vins —respondo, dejando escapar una risa suave—. Quería montar la primera sede en París, la ciudad del amor… y del vino.

—Entonces hazlo realidad, cariño. Persigue ese sueño. Sé feliz.

Lo abrazo con cuidado, temiendo quebrarlo.

—¿Por qué tu voz suena como una despedida?

—Porque quiero que recuerdes estas palabras, mi niña. —Sonríe débilmente—. Aún me quedan historias que contarte…

Permanece despierto un rato más, hablándome de la abuela, hasta que el sueño lo vence. Me quedo a su lado, velándolo como quien protege lo más preciado que tiene.

Cuando la noche cubre la casa, Scott aparece en silencio, como siempre, con una taza de café caliente entre sus manos.

—Gracias… —susurro, agotada.

—Marie quiere venir —me dice con voz baja—. Le dieron el fin de semana libre.

Sonrío con ternura.

—Tráela. El abuelo la quiere mucho. Y sé que ella también lo quiere.

Me quedo allí, aferrada a su mano, mientras él duerme. No me moveré de su lado. No ahora. No en su última batalla.

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