—¿Omar? ¿Qué-qué haces aquí?
El intranquilo latir de mi corazón, por un instante, se relajó, ese chico lucía sano y entero. Un segundo después redobló su actividad ante la emoción. Realmente lo extrañé, aun así, no me atreví a dar un paso o decir una sola palabra. Cualquier tragedia que surcó mi mente, durante esos días en la ignorancia, quedó rezagada, pero la preocupación se mantuvo. Su enrojecida mirada gritó en silencio acerca de cuán mal la pasó. Fijé los ojos en el chico moreno con rizos turquesa, a su lado, y algo en mi cerebro conectó. —Eres el hijo de Murano, ¿cierto? —le pregunté, sorprendido. Él asintió, sonriente— Entonces, tú eres ese Ricky de quien, Kevin, suele hablar; ¡qué pequeño es el mundo! —Minúsculo, señor Rubio, pero a ver, ¿cómo que hablas de mí, eh? —le reprochó con un golpe al brazo, sin embargo, él no dijo nada, sus ojos anonadados no dejaron de observarme como a un fantasma—. Creo que mejor los dejo solos, ¡te veo desp