La sala estaba en silencio, solo roto por el sonido de las cartas extendidas sobre la mesa. La luz cálida de la lámpara iluminaba las palabras escritas en tinta añeja, mientras Vanessa y Alexandro las contemplaban con rostros tensos.
De repente, Nico irrumpió en la escena, corriendo con su pelota en la boca. Su entusiasmo no conocía de momentos cruciales. Se acercó a la mesa y, con un curioso empujón de su hocico, movió algunos de los papeles.
Vanessa tomó la primera carta con cuidado y comenzó a leer en voz alta, su voz temblando con la carga de las palabras:
—"Mi amada Isabel,
Te escribo con el corazón destrozado. No llegué al aeropuerto porque mi padre lo impidió. Me encerraron en la finca familiar y me advirtieron que si intentaba buscarte, harían daño a los Durabrand. No puedo arriesgarme a que sufras por mi culpa..."
El aire pareció espesarse. Vanessa levantó la mirada, sus ojos ardían de rabia cuando se clavaron en Alexandro.
—¿Te das cuenta? —su voz era un filo de navaja