Luciana apretó su bolso contra el pecho mientras avanzaba hacia la entrada de su edificio, sintiendo la mirada de Scott clavada en ella como una daga.
Cuando estuvo a unos pasos, él se adelantó y la interceptó, cortándole el paso.
—Así que es cierto —escupió, con los ojos encendidos de furia—. Estás con él.
Luciana tragó saliva, sosteniéndole la mirada, aunque por dentro todo le temblaba.
—No tienes derecho a reclamarme nada, Scott —le soltó, la voz baja pero firme—. Tú tienes una amante.
Decías que no podías venir a verme, que estabas ocupado... y ya estabas con otra mujer.
—Su voz se quebró apenas, pero apretó los puños y se obligó a seguir—. Mientras yo aquí, haciendo el papel de idiota, esperándote.
Scott soltó una risa amarga, una carcajada vacía.
—¿Esperándome? ¿Así? ¿En los brazos de tu jefe?
¿No eras tú la que decía que él era un idiota mujeriego, un engreído que no sabías qué veían las mujeres en él? —se acercó, invadiendo su espacio personal—. Y mírate ahora...
Ya no te reco