Luciana estaba acurrucada en el sofá del departamento de Dylan, aún envuelta en una manta liviana y con las mejillas sonrojadas después de la escena íntima que acababan de compartir. Él había ido a la cocina a buscar agua, y ella revisaba su celular con desgano, sin mucha intención de leer mensajes… hasta que apareció un nombre en la pantalla.
Clarisa.
La esposa de su hermano.
Luciana frunció el ceño. Clarisa no solía llamarla sin motivo. Si lo hacía, era porque algo serio —o demasiado Rivas— estaba ocurriendo.
—¿Hola? —contestó, con voz tranquila.
—¡Luciana, mi cuñada hermosa! ¡Felicidades! —exclamó Clarisa al otro lado con ese entusiasmo desbordante que solía tener cuando las cosas se salían de control pero pretendía que todo era normal—. Estoy tan emocionada. ¡No sabes lo lindo que está quedando todo en el rancho! Ya empezaron a armar los toldos, y Joaquín dijo que las flores llegan directo desde Guadalajara.
Luciana parpadeó, confundida.
—¿Qué?
—¡Las flores! Para tu boda,