Román miró el reloj mientras sostenía el celular en su mano. Sus dedos temblaban ligeramente, no por nerviosismo, sino por la excitación que siempre le provocaba hablar con Claribel. Su voz era un veneno dulce que lo envolvía y lo hacía olvidar todo, incluso las consecuencias. Miró el número y esperó mientras el sonido del timbre llenaba el silencio de su apartamento.
Hola, mi amor —respondió Román al otro lado de la línea, con un tono casi susurrante, como si estuviera contándole un secreto.
—Hola, Román. Necesito verte. No puedo esperar más, te espero en mi departamento.
Ella rio suavemente, ese tipo de risa que siempre le hacía sentir que estaba jugando con fuego y que lo tenía a sus pies.
—Siempre tan impaciente. Está bien, dime a qué hora.
—Ahora mismo.
Román tragó saliva, ya anticipando lo que vendría.
—Perfecto. Voy para allá, amor. —Y con esa última palabra, la línea se cortó, dejándolo con el corazón, latiendo, desbocado.
Román llegó al departamento en menos de medi